LETRAS VIAJERAS

lunes, 3 de octubre de 2011

Libro Recomendado "Un Grito Desesperado"


Un Grito Desesperado
Carlos Cuahutémoc Sánchez, excelente escritor nos presente Un grito desesperado, lectura que habrá de mover sentimientos de todas las edades (y tiempos), especialmente dedicado a los jóvenes, padres y sociedad que desea un cambio en su entorno familiar. Disfruten de esta apasionante novela y como siempre espero sus comentarios.


1
LA METAMORFOSIS
Amor:
He dado vueltas en la cama intentando abandonar la vigilia inútilmente. Hace unos
minutos salí a rastras de entre las cobijas buscando pluma y papel. Escribirte es el último
recurso que me queda en esta fiera lucha por controlar mi torbellino mental.
Ignoro a qué me dedicaré mañana, ni si tú seguirás siendo profesora, ni si tendremos el
ánimo para continuar viviendo aquí, ni si alguna vez recuperaré la confianza en la gente
como para volver a dar un consejo de amor. Lo único que sé es que mañana, cuando
amanezca, no podré volver a ser el mismo...
Ésta es la primera noche que pasamos en casa después de la tragedia. Es el punto final de
una historia escrita en tres días de angustia, incertidumbre y llanto.
Sé que tú fuiste la protagonista principal del drama, pero ¿te gustaría saber cómo se vio el
espectáculo desde mi butaca?
Estaba impartiendo una conferencia de "relaciones humanas " cuando fui interrumpido por
la secretaria.
—Licenciado —profirió antes de que me hubiese acercado lo suficiente a ella como para que
los asistentes al curso no escucharan—. ¡Su esposa! ¡Acaban de hablar del Hospital
Metropolitano! Tuvo un accidente en el trabajo.
—¿Cómo? —pregunté azorado—. ¿No será una broma?
—No lo creo señor Yolza. Llamó una compañera de ella.
Me dijo que un alumno la atacó y que es urgente que usted
vaya...
Salí de la sala como centella sin despedirme de mis oyentes.
Subí al automóvil con movimientos torpes e inicié el precipitado viaje hacia el hospital. No vi
al taxista con el que estuve a punto de chocar en un crucero, ni al autobús que se detuvo
escandalosamente a unos milímetros de mi portezuela cuando efectué una maniobra
prohibida.
¿Cómo era posible que un alumno te hubiese atacado? ¿No se suponía que eras profesora en
uno de los mejores institutos?
Estacioné el automóvil en doble fila, bajé atolondradamente y corrí hacia la recepción del
sanatorio.
Reconocí de inmediato a tres empleadas de tu escuela sentadas en las butacas de espera. Al
verme llegar se pusieron de pie.
—Fue un accidente —dijo una de ellas apresuradamente, como para eximir
responsabilidades.
—El joven que la golpeó ya fue expulsado —aclaró otra.
—¿La golpeó? ¿En dónde la golpeó?
Las profesoras se quedaron mudas sin atreverse a darme la información completa.
—En el vientre —dijo al fin una que no podía disimular su espanto.
Cerré los ojos tratando de controlar el indecible furor que despertaron en mí esas tres
palabras. Por la preocupación que me produjo el hecho de saber que podías estar herida me
había olvidado de lo más importante, ¡Dios mío!: ¡que estabas embarazada!
—¿Fue realmente un accidente? —pregunté sintiendo cómo la sangre me cegaba.
—Bueno... sí —titubeó una de tus amigas—. Aunque el muchacho la molestaba desde hace
tiempo... De eso apenas nos enteramos hoy.
No quise escuchar más. Me abrí paso bruscamente y fui directo al pabellón de urgencias. A
lo lejos vi a tu ginecobstetra.
—¡Doctor! —lo llamé alzando una mano mientras iba a su encuentro—. Espere, por favor...
¿Cómo está mi esposa?
—Delicada —contestó fríamente—. La intervendremos en unos minutos.
—¿Puedo verla?
—No. —Comenzó a alejarse.
—¿Y el niño? ¿Se salvará...?
Movió negativamente la cabeza.
—Lo siento, señor Yolza...
Me quedé helado recargado en la pared del pasillo.
¡Esto no podía estar pasando! ¡No era admisible! ¡No era creíble!
Tu médico te había permitido que trabajaras medio tiempo con la condición de que lo
hicieras cuidadosa y tranquilamente.
¡Yo mismo lo acepté sabiendo que se trataba de una gestación riesgosa! ¿Pero quién iba a
imaginar que un imbécil te golpearía? ¡Y faltando tres meses para el nacimiento!
Eché a caminar por los corredores entrando a zonas restringidas, como un ladrón. Conozco
a la perfección el hospital porque en él nacieron nuestros otros dos hijos y yo participé en
ambos partos, así que, con la esperanza de verte, me agazapé en un cubo de luz por el que
puede vislumbrarse el interior del quirófano. No tuve que esperar mucho tiempo para
presenciar cómo te introducían al lugar en una camilla... Fue una escena terrible. Estabas
acostada boca arriba con el brazo derecho unido a la cánula del suero y una manguera de
oxígeno en tu boca. Parecías muerta. Igual que ese "volumen", antes rebosante de vida,
horriblemente estático debajo de la aséptica sábana que te cubría el vientre. Me quedé
pasmado, transido de dolor, rígido por la aflicción.
¿Qué te habían hecho? ¿Y por qué? Es verdad que los jóvenes de hoy son impulsivos,
inmaduros, inconscientes; que hasta en las mejores escuelas se infiltran cretinos capaces de
las peores atrocidades... Pero, ¿al grado de hacerte eso a ti... a nosotros? Sentí que las
lágrimas se agolpaban en mis párpados.
Mi vida... Viendo cómo te preparaban para la operación, juré que, de ser posible, cambiaría
mi lugar por el tuyo...
—Disculpe, señor, pero no puede estar aquí —me dijo un individuo enorme, vestido como
guardia de seguridad, quien amablemente pero con firmeza me encaminó hacia la sala de
espera.
Y la espera en la sala fue un suplicio lento y desgarrador. No tuve noticias tuyas durante
horas.
Salí varias veces a caminar, un poco por averiguar si el aire fresco era capaz de apagar las
llamas de mi ansiedad y otro poco por evitar la proximidad de tus compañeros de trabajo.
Viví momentos inenarrables. Creí que te perdía. Fuiste intervenida dos veces y estuviste en
observación más de quince horas.
Hoy en la tarde te dieron de alta.
Saliste del hospital tomada de mi brazo pero con la cabeza baja, arrastrando el ánimo.
Además de haber perdido al bebé habías quedado estéril.
Durante el trayecto a la casa no hablaste nada. Yo tampoco. ¿Qué palabras podían servir
para atenuar la aflicción producida por esa amarga experiencia? ¿Qué bálsamo era capaz
de adormecer el suplicio de esa llaga supurante? No había ninguno. Quizá el silencio.
Abrimos la puerta de la casa y nos adentramos a su quietud absoluta. Los niños ya dormían.
Encendimos las luces y los estáticos muebles parecieron darnos la bienvenida compadecidos.

Me ofreciste café y pan. En el ambiente se sentía pena. No deseábamos comer, pero era parte
de la rutina requerida para volver a la normalidad.
—Qué desgracia tan grande, ¿verdad? —dijiste rompiendo el silencio.
No contesté. ¡Nos resultaba muy difícil comunicarnos! En el hospital, cuando no se
interpusieron doctores lo hicieron familiares o amigos...
Al fin estábamos solos.
—¿Qué fue lo que pasó exactamente?
—Lo que sabes, mi amor. Un alumno de mi clase de idiomas me golpeó.
—¿Pero cómo pudo llegar a tanto? Me dijeron que desde hace tiempo te molestaba y que no
se lo dijiste a nadie. ¡Ni siquiera a mí!
—Es un joven desubicado y tímido. Creí que necesitaba apoyo, comprensión. Quise
ayudarlo... Jamás pensé que reaccionaría como lo hizo.
Me puse de pie furioso, sintiendo que la sangre me cegaba, y caminé de un lado a otro de la
cocina con las manos en la cabeza, respirando agitadamente.
—¿Pero cómo pudo ser? Ambos deseábamos más que nada en el mundo la llegada de este
hijo. ¿Cómo te permitiste, por ayudar a un lunático, correr un riesgo de ese tamaño? Y, sobre
todo, ¿cómo pudiste mantenerme al margen del problema?
—No me lo reproches. Fue un accidente. ¿Quién iba a imaginar que el muchacho llegaría
tan lejos? —Y tu voz se quebró en una manifestación de enorme dolor.
Al verte afligida controlé un poco mi creciente furor. Tú fuiste quien padeció la tortura de la
intervención quirúrgica. De tus entrañas, no de las mías, extrajeron ese pequeño ser que se
nutría con tu sangre. En una palabra, tú eras la madre. No existe en la tierra persona más
afectada física y emocionalmente por la pérdida de ese bebé, así que era injusto que te
recriminara.
Volví a sentarme tratando de calmarme. Permanecimos callados durante el resto de la
merienda. Le di a mi café unos pequeños sorbos, más por atención que por gusto. En mi
mente desfilaban una tras otra las distintas formas de cómo podía vengarme. En primer lugar
adquiriría un arma y te enseñaría a usarla; en segundo lugar, demandaría al muchacho por
asesinato y no pararía hasta verlo refundido en prisión purgando la condena más severa que
pudiera dictarse por su falta; en tercer lugar, dejaría de dar estúpidos cursos sobre
"pensamiento positivo" y cambiaría radicalmente el giro de mi negocio; en cuarto lugar...
No podía estar sentado. Me levanté nuevamente lleno de excitación.
En cuarto lugar tenía que devolver el golpe a más granujas como él. No bastaba con
desaparecer de la sociedad al culpable de esta desgracia cuando pululaban millones de
muchachos igualmente mines por todas partes.
Miré mi rostro sin rasurar en el espejo de la cocina integral y por primera vez me percaté de
que llevaba puesta la misma ropa desde hacía tres días.
—Quisiera darme un baño.
Asentiste sin decir palabra. Yes que a la consternación de tu reciente pérdida se le aunaba el
dolor de adivinar en mí un peligroso rencor, un enfermizo deseo de venganza que nunca
antes me habías visto.
Te di las gracias por el café y fui directo a la regadera sin más preámbulo.
Me introduje en el agua caliente y dejé que el divino líquido corriera por mi cabeza y mi
cuerpo, relajándome. Cerré los ojos y permanecí inmóvil como una estatua que se encoge un
poco al sentir la lluvia cayendo sobre sus hombros.
Permanecí varios minutos en esa posición, sin pensar en nada.
Entonces escuché la puerta del cuarto de baño y a través del acrílico blanco vi tu silueta
entrando.
Deslicé el cancel corredizo y te miré de pie junto al lavabo.
Te habías puesto tu bata de dormir.

—¿Venías a despedirte?
—rio.
La nube de vapor comenzó a extenderse alrededor de ti.
No cerré la llave del agua.
—Me preocupas, cariño —murmuraste.
—Y tú me preocupas a mí —contesté—. Lo que te ha ocurrido es terrible.
Te quedaste callada mirándome tiernamente. Sabías que eso no era verdad. Si estuviera
afligido por tu dolor estaría brindándote mi apoyo, como solía hacerlo cuando tenías algún
problema.
—¡Maldición! —mascullé dando un fuerte puñetazo en la pared—. ¡Esto no debió haber
pasado!
—¡Pero pasó! Ahora debemos reponernos para no perder más de lo que ya perdimos.
¡Tenemos dos hijos vivos! ¿Recuerdas?
Me froté fuertemente la cara sintiéndome un desdichado.
—Nada va a volver a ser como antes. Percibo la maldad corriendo por mis venas.
—No, no —rebatiste—. El joven que me atacó es producto de una sociedad corrupta que a la
vez es el resultado de familias torcidas. Tú eres la cabeza de esta familia y si te dejas llevar
por el deseo de venganza que supones corre por tus venas, ten la seguridad que nuestros
hijos también acabarán, tarde o temprano, hundidos en el fango de la degradación que los
espera afuera.
—Amor —susurré sintiendo cómo las palabras se negaban a salir—. No puedo quedarme
con los brazos cruzados después de que han matado a un hijo nuestro.
—Entiende que no fue intencional...
—¿Y tú entendiste... ? —pero me quedé con la frase en el aire. ¿Entiende qué? Dios mío.
Tenía tantas ganas de llorar...
Entonces comprendí el gran error: he dedicado el trabajo de toda mi vida a brindar
elementos de superación a empresarios, cuando son otras las personas que realmente necesi-
tan de él.
—Vida —me dijiste—. En este momento no sé por qué estoy más triste: si por la muerte del
bebé o por tu actitud hacia mí.
Con ese comentario me aniquilaste. Sentí que perdía fuerzas y con las fuerzas la ira. Quise
abrazarte, pero tú estabas vestida y seca y yo desnudo y mojado bajo la regadera.
—Perdóname —logré articular al fin—. No debo comportarme así, porque entre todo lo
malo que ha pasado hay algo verdaderamente hermoso: que ahora te amo muchísimo más...
Esta vez mi tono de voz sonó intensamente afligido, una lágrima se deslizó por mi mejilla
confundiéndose de inmediato con el agua que caía sobre mí.
Te me acercaste neviosamente. El chorro, al golpear mi cuerpo, comenzó a salpicarte. No te
importó.
—¿Sabes...? —te dije—. Cuando estabas en el quirófano juré que si pudiera cambiaría mi
lugar por el tuyo...
Tú no soportaste esas palabras y yo no soporté más tu dulce mirada.
Te extendí los brazos y, vestida como estabas, te refugiaste en ellos de inmediato.
El agua de la ducha cayó sobre ti empapándote totalmente. Te acurrucaste en mi cuerpo
buscando más calor. Acaricié tu cuello y tu espalda con un cariño casi desesperado; luego
comencé a desabrochar tu bata, deslizándola suavemente hacia abajo mientras te besaba.
Estreché tu piel desnuda delicadamente pero con mucha fuerza y tú comenzaste a llorar
abiertamente, frotando tu cara en mi pecho. No había sensualidad alguna. Era algo superior.
Algo que no habíamos experimentado jamás. Era el milagro de una dolorosísima pero
extraordinaria metamorfosis.
En ese instante, disueltos el uno en el otro, me susurraste que no te importaba haber tenido
un aborto, ni te importaba nada de lo que pudiera pasarte en el futuro si nos manteníamos
juntos.
No necesité contestarte para que supieras que yo pensaba igual. Fundidos en un abrazo
eterno éramos, tú y yo, una sola alma otra vez.


2
EL ROBO DEL PORTAFOLIOS

La caligrafía perfecta brillaba delante de mí. La observé superficialmente con gran
desconfianza. Su lectura me había dejado un extraño sabor metálico en el paladar. ¿Quién
hubiera pensado que en ese portafolios robado iba a encontrar documentos tan personales?
¿Todos serían así... ?
Tenía conocimiento de que el colegio al que asistía había sido originalmente un centro de
capacitación para empresas. Incluso a la fecha aún se daban cursos de "principios para el
éxito", "relaciones humanas" y "personalidad", pero desde hacía unos cinco años el motivo
central del Instituto no eran los cursos sino la Preparatoria Intensiva. ¿El cambio de giro
tendría alguna relación con la penosa experiencia relatada por el autor de aquella carta?
Pudiera ser...
Pero si era así, no me conmovía. En realidad había muy pocas cosas que podían conmoverme.
Quizá ninguna.
Estaba acostumbrado a reaccionar como la "carga social", "el delincuente en potencia" que me
habían convencido que era. Sin embargo, a veces mi papel me disgustaba. Sobre todo cuando
motivado por alguna circunstancia especial percibía la sensación interna de no ser tan malo. Y
la lectura de esa carta había despertado en mí una sensación así.
Sacudí la cabeza aprensivamente y arrojé los folios al guardarropa. Seguramente todo lo
escrito ahí no era más que una fantasía imaginada por ese hombre a quien yo detestaba sobre-
manera. En mi entendimiento no cabía la posibilidad de que alguien pudiera experimentar
sentimientos tan nobles. Y menos él.... Me consolé con razonamientos apropiados: si esa carta
era verdad, el director de mi escuela era un fanático santurrón o un marica declarado.
Exactamente...
Para poder relatar cómo hurté ese portafolios primero necesito hablar de un personaje
importantísimo en aquella época de mi vida: mi hermano Saúl.
Era un tipo bastante impredecible. Se tomaba muy en serio su papel de hermano mayor,
atribuyéndose el privilegio de amonestarnos a Laura y a mí a diario. Cuando lo desafiábamos
se alteraba inmoderadamente y no le hablaba a nadie durante días. Con frecuencia discutía
con el tirano de papá y consolaba a la mártir de mamá, pero nada mejoraba en casa; no
entendía mis consejos de que aceptara las cosas así. Realmente era un sujeto raro y, por ello,
incluso se había ganado mi secreta admiración. Le gustaba tocar la guitarra hasta altas horas
de la noche y también escribía poesías (mis amigos y yo nos burlábamos mucho de esto).
una mañana sus compañeros de grupo le jugaron una broma, que él mismo planeó y consintió,
cuyas consecuencias llegaron a extremos inverosímiles:
Lo encerraron en el baño con una muchacha; clausuraron las aldabas exteriores usando un
enorme candado y tiraron la llave por la coladera.
La algarabía resonó en todos los pasillos. Hubo aplausos, cantos, gritos. A los pocos minutos
la escuela entera estaba enterada de que Saúl y su novia se hallaban solos en los sanitarios
haciendo quién sabe qué suciedades.
Hubo que llamar a un cerrajero para que pudiera abrirles, y como fue imposible dar con los
cómplices de tan original travesura, detuvieron en la dirección a los amantes protagonistas.
Acudí a las oficinas para esperar que lo pusieran en libertad después de amonestarlo. Pero el
asunto se complicó: llamaron por teléfono a mi padre. ¡Nunca lo hubieran hecho!

Lo vi entrar a la recepción del colegio con aire de prepotencia sin siquiera haberse quitado la
bata blanca que lo distinguía en su trabajo.
—Soy el doctor Hernández —le gritó a la secretaria—. Me llamaron para decirme que iban a
expulsar a mi hijo. Tengo muchos pacientes y no puedo darme el lujo de hacer antesala, así
que haga el favor de anunciarme de inmediato con el director.
El máximo censor salió a recibir al escandaloso visitante.
—Pase, por favor. Saúl está aquí, con su novia.
Me quedé afuera tratando de escuchar lo que se decía en el privado. No fue difícil. Papá
recibió las quejas haciendo grandes aspavientos, preguntando teatralmente cómo era posible
todo eso. Mi hermano alzó la voz para defenderse y fue abofeteado cruelmente frente al
director y la novia. Después hubo un momento en el que no se escuchó nada. En ese silencio
imaginé a la chica llorando a cántaros, al
administrador como estatua de hielo, incrédulo de la agresividad que había presenciado, y a
mi hermano aguantando estoico el dolor de la humillación.
unos minutos después se abrió la puerta del depacho y salió Saúl. Detrás papá.
—¿A dónde crees que vas, muchachito? —Y al decir esto lo sujetó por la oreja.
Saúl sudaba y tenía el rostro extremadamente rojo. Se liberó de la mano opresora de un
zarpazo y echó a caminar hacia afuera sin decir nada.
—¡ün momento! ¡Detente o te arrepentirás toda tu vida!
En la calle varios estudiantes observamos la penosa escena en la que el adulto trataba de
sujetar al joven jalándolo de los cabellos mientras éste se defendía ágil y ferozmente para
alejarse a pasos rápidos del lugar.
Saúl no volvió a casa. Nadie supo a dónde fue.
Por lo que papá se la pasó llamando por teléfono a todas las autoridades de la ciudad para
reportar al fugitivo, mamá estuvo llorando inconsolablemente y Laura y yo nos acostamos con
la excitante novedad de que el primogénito había abandonado el nido. No podíamos creer que
hubiera tenido tanto valor y con el pensamiento le mandábamos nuestras más calurosas felici-
taciones.
Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Me preguntaba constantemente a qué lugar iría
un joven al escapar de casa. Deseaba saberlo para tener la opción de hacer lo mismo cuando
mi familia me hartara. Y no faltaba mucho para ello.
Al día siguiente muy temprano, diríase de madrugada, papá entró a mi habitación haciendo
mucho ruido y llamándome holgazán. Me destapó arrojando las cobijas al suelo y azuzán-
dome para que me levantara.
—Desperézate, muchachito. Voy a ir contigo a la escuela para vigilar la entrada de los
alumnos a ver si aparece tu hermano.
—¿Sinceramente crees que irá a clases después de escapar de casa? —Me incorporé para
recoger las sábanas y echármelas nuevamente encima—. Permíteme que me ría: Jo jo jo.
Papá se puso verde, más por tener yo la razón que por mi insolencia, pues ante él, tener la
razón era un pecado mortal.
—De cualquier modo iremos a la escuela. Quiero hablar con el señor Yolza para ponerlo al
tanto de lo que hizo tu hermano.
—Ese maldito director chismoso —susurré—. Por su culpa está pasando lo que está pasando.
Me levanté indolentemente y me vestí.
Estuvimos en el colegio justo antes de la hora de entrada. Al poco tiempo llegó el director.
Papá lo interceptó para preguntarle de modo presuntuoso por qué se había propuesto echar a
perder la vida de sus hijos, lo cual, por agresivo e incoherente, me asombró bastante.
Varios compañeros curiosos se detuvieron a escuchar la inminente discusión, pero el
licenciado Yolza los evadió invitándonos a pasar a su privado.
Ya dentro, los dos hombres se miraron fijamente como viejos enemigos. Mi padre se calmó
un poco, pero no dejó de levantar la voz.
—usted no ha sabido guiar a mis hijos. Uno viene aquí brindándole toda la confianza, paga
puntualmente las colegiaturas ¿y qué recibe a cambio? unos muchachos tímidos y
acomplejados. Saúl ha caído tan bajo por culpa de usted.
El señor Yolza se frotó la barbilla con aire preocupado. Su trabajo consistía en atender
vecinos quejosos, empleados irresponsables, inspectores corruptos, sindicalistas prepotentes,
alumnos groseros (como yo) y padres de familia desequilibrados (como el mío). Sin embargo,
no parecía haberse acostumbrado del todo a tales situaciones.
Tomó asiento y con ademán cortés invitó a papá a hacer lo mismo frente a él. También a mí,
con una mirada, me indicó que me sentara.
—¿Quiere explicarme de qué se trata exactamente, doctor Hernández?
—Ayer mi hijo Saúl se fue de la casa.
—¿De veras? —preguntó interesado—. ¿Y qué le hace suponer que fue por mi culpa?
—Que no había necesidad de llamarme para darme la queja. Todos los jóvenes llegan al sexo
con sus novias.
El director abrió el cajón central de su escritorio para extraer una cajita con pastillas
medicinales; tomó una y se la echó a la boca de inmediato mientras movía la cabeza
negativamente (¡vaya manera de empezar el día!). Acto seguido descolgó su
intercomunicador para pedirle al archivista el expediente de Saúl y el mío. Sin quererlo salté
de mi silla. ¿El mío? Yo solamente estaba de mirón, no tenía vela en ese entierro. ¿Por qué
pediría también mi expediente?
Me volví a sentar. Hubo un silencio desagradable. Finalmente la secretaria entró
presentándole las carpetas y el licenciado comenzó a decir con voz firme:
—Doctor Hernández: su hijo Saúl tiene antecedentes muy graves y fue admitido aquí
condicionalmente. Aún así, su historial está lleno de irregularidades. Ayer no hubo tiempo de
analizarlo, pero "fumar en clase", "contestar altaneramente a los profesores", "no cumplir con
tareas" e "irse de pinta" son notas comunes y repetitivas en este registro. Además, ya había
estado a punto de ser expulsado en otra ocasión. —Mi padre alzó las cejas simulándose
indignado y me reí interiormente de él—. Se dio de golpes con otro joven que al parecer
pretendía a su novia "en turno". En esa oportunidad armó un gran alboroto. Vinieron patrullas
y los vecinos me citaron para hacerme prometer que eso no volvería a suceder en esta calle.
Lo tuve detenido en mi oficina durante casi una hora. Intentamos comunicarnos con usted,
pero fue inútil. Tampoco su esposa pudo ser localizada. Así que llené su forma de expulsión y
se la entregué. Entonces su hijo me dijo que me odiaba, que odiaba este mundo, esta vida, esta
escuela y a sus padres. Después de eso se echó a llorar y su llanto demostraba una congoja
enorme.
—El licenciado se levantó ligeramente apuntando con el índice— Doctor Hernández, si no ha
visto a su hijo llorar de esa manera últimamente, usted está muy lejos de él para poder
ayudarle. —Volvió a sentarse y antes de continuar pareció escoger las palabras—: Ante una
situación tan patética no pude dejar de darle otra oportunidad. Sentí que, en el fondo, Saúl no
era culpable de sus yerros, un joven que se desprecia tanto a sí mismo debe tener una pésima
familia. El origen de la autovaloración de un individuo se halla en su familia. La gente se
comporta en la calle como aprendió a hacerlo en su casa. Si Saúl está en malos pasos no hay
más culpables que usted y su esposa...
Mi padre estaba petrificado. El matiz sanguíneo de sus mejillas me hizo percibir su cólera.
Ésta era tal que no podía hablar. El director, en cambio, se mostraba mucho más seguro e
impertérrito que al principio. Seguidamente abrió mi expediente y comenzó a hojearlo con
detenimiento.
—Su hijo Gerardo es otra muestra de lo que le estoy diciendo.
Para que se callara lo miré con todo el repudio que pude..., pero al individuo pareció no
importarle mi amenaza visual.
—Es impuntual, faltista, flojo. Los profesores lo reportan como un alumno de última
categoría. Por si no lo sabía, él también ha estado a punto de ser expulsado. No por irregulari-
dades graves sino por una infinidad de reportes sencillos de indisciplina y apatía. Gerardo es
un cabecilla para los malos actos. Incita a sus compañeros a cometer pillerías encontrando
siempre la forma de salir exculpado, pero los maestros y yo nos hemos dado cuenta de su
juego. Detrás de las infracciones de sus amigos siempre está él. Reconozco que es muy
inteligente y estoy casi seguro de que también en su casa aparenta ser un buen hijo, pero
secretamente acumula un gran rencor que lo hace atentar contra todos cuando se siente
resguardado.
Mi padre, mordiéndose feamente el labio inferior, se volvió hacia mí con claras intenciones de
matarme, pero yo me hice el disimulado clavándole la vista al directorsucho. Tarde o
temprano me las pagaría.
Papá se puso de pie listo para salir de allí.
El señor Tadeo Yolza levantó la voz con la firmeza de alguien que ha ganado un envite.
—Doctor Hernández: sus rabietas de padre indignado no ayudarán en nada. Sus hijos son
listos pero terriblemente infelices. Tanto Saúl como Gerardo necesitan recuperar en primer
lugar su autoestima. ¿Entiende esto? ¿Cómo suele corregirlos? ¿Se acerca a ellos para tratar
de entender sus razones y después los guía con mano fuerte pero amistosa, o simplemente les
grita, los insulta y abofetea, como hizo ayer con Saúl en esta oficina? ¿Permite que en su
hogar se apliquen sobrenombres, se hagan burlas y críticas destructivas, se exalten las
capacidades de unos para menospreciar las de otros, se invoquen deseos de que tal o cual hijo
sea distinto, o se admiren envidiosamente las condiciones de otras familias? Si así ha sido,
usted ha creado en ellos una autovaloración peligrosamente pobre. Todo ser humano aprende
a autovalorarse en el lugar donde crece, ayudado de las personas con quienes convive. En la
familia nacen las expectativas del individuo, su moral, su forma de sentir, su personalidad...
El director parecía ansioso de continuar hablando, como si hubiese esperado durante meses la
oportunidad de decirle todo eso.
Mi padre se volvió hacia él con la vista desencajada. Por un momento pensé que se le echaría
encima.
—ustedes, los ma... maestros —tartamudeó visiblemente afectado—, son demagogos y
engreídos. Creen tener el derecho de meterse en la vida de los demás como si fuesen
perfectos.
—Doctor Hernández, usted y yo ya nos conocíamos. Yo lo consideraba un hombre sensato,
pero en estas dos últimas entrevistas me he percatado de que necesita una gran ayuda. Si sus
hijos se pierden o fracasan no habrá otro responsable directo más que usted.
Vi cómo mi progenitor apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Su
siguiente objeción apenas fue inteligible:
—Ustedes los maestros se creen sabios... Le devuelven la responsabilidad a uno, pero son
incapaces de hacer algo por los muchachos.
Cabizbajo, dio la vuelta y sin despedirse salió bruscamente del lugar.
Al verlo alejarse, por primera vez me percaté de que no era tan inmune como yo había
pensado. Sentí lástima por él. Además, su estatura me pareció más baja de lo que siempre
creí.
El director corrió para alcanzarlo. Posiblemente no deseaba que la desavenencia terminara de
ese modo.
Me quedé en la oficina solo. Miré a mi alrededor buscando algo, algo... no sabía qué... ¡El
portafolios personal del señor Tadeo Yolza estaba a un lado del escritorio! Lo tomé y salí
como relámpago para evitar ser detenido por la secretaria. En la calle los dos adultos aún
discutían. No me detuve: no quería saber más nada del asunto.
Durante horas caminé por las avenidas abrazando fuertemente el portafolios robado. Sentía
ganas de llorar, pero no comprendía la razón. Quizá por haberse dicho en mi presencia
conceptos muy serios en los que jamás había pensado, uno especialmente cruel y verdadero
me taladraba las sienes: que mis hermanos y yo éramos inteligentes pero terriblemente
infelices.


3
DOCUMENTOS EXCEPCIONALES 

Lo que estoy relatando sucedió hace muchos años, pero fue el inicio de la transformación de
mi vida.
Mi padre era un hombre instruido. Había estudiado medicina haciendo su residencia y
especialidad ya casado. Si algo yo le reconocía era su carácter duro y tenaz. En la época a la
que me refiero tenía una trayectoria profesional brillante, lo que nos permitía vivir
desahogadamente, pero su trabajo de "procer salvavidas" lo absorbía tanto que convivía poco
con su familia y los problemas que con esa actitud eludía comenzaron a mermar su equilibrio
emocional. Adquirió patrones de neurosis depresiva: exageraba nuestras faltas y al principio
nos reprendía en forma humillante para después deshacerse en lamentos y añoranzas respecto
a cómo debíamos ser y no éramos. Algo digno de despertar ternura. A esto debía sumarse la
conducta hipocondríaca de mamá: para ella todo era motivo de angustia, y pasaba horas
enteras lamentándose y llorando. Era fácil adivinar que no mantenían una buena relación
conyugal.
A ninguno de nosotros nos agradaba estar en esa casa carente de calor, así que cuando
teníamos oportunidad, los tres hijos volábamos como palomas asustadas. Mi hermana Laura,
de quince años, se pasaba las tardes en compañía de sus amigas (al menos eso decía). Saúl, de
veintiuno, se iba con su novia. Y yo, de dieciocho, el hijo intermedio (mamá me llamaba el
jamón del sandwich), salía con mi pandilla a hacer locuras por las calles y a asustar a las
muchachas que andaban solas.
A mis amigos y a mí nos gustaba manejar los coches de nuestros padres a gran velocidad. Con
frecuencia la policía nos perseguía, pero la buena suerte, la audacia o el dinero siempre nos
salvaban de ser aprehendidos. Todo lo prohibido nos causaba gran excitación.
Sin embargo, debo aclarar que cuando mis amigotes robaban a los transeúntes, por travesura
más que por necesidad, yo no participaba. Eso sí, observaba todo desde las esquinas cercanas
pero sin mover un dedo. El portafolios del señor Yolza fue el primer objeto hurtado en mi
historial. Tal vez algún día lo devolvería... ya que sólo lo hice porque quería darle una lección
al engreído ese que se atrevió a llamarme "alumno de última categoría".
Aquella noche leí respecto al aborto de su esposa.
¡Qué emociones tan curiosas despertó en mí ese relato! Principalmente porque conocía los
antecedentes de la escuela y al relacionarlos con la carta resultaba una ecuación incoherente,
ilógica. ¿El dueño había decidido dejar de dar discursos de capacitación a empresas para
organizar una preparatoria con el fin de ayudar a jóvenes entre los que podría estar el
responsable de la muerte de su tercer hijo? ¡Qué cosa tan absurda y afeminada!
Fui a mi dormitorio y me encerré con llave.
La habitación, completa, era para mí solo. Saúl estaba "de vacaciones", así que iba a poder
extender sobre el piso mis revistas "prohibidas" sin que nadie me molestara.
Empujé la cama de mi hermano hasta pegarla con la mía. Esa noche dormiría cómodamente
en una matrimonial.
Pobre Saúl: siempre tan loco e impulsivo. Seguramente mientras él pasaba incomodidades
sólo Dios sabía en donde, yo disfrutaba de sus territorios como un señor.
Comencé a hojear las fotografías de mis revistas... pero me detuve insatisfecho: no me
apetecía mirar eso. Guardé mis "tesoritos" clandestinos y traté de dormir, pero no pude porque
fui presa de un insomnio enloquecedor. A las tres de la mañana encendí la luz, me incorporé
como sonámbulo y me dirigí al ropero en busca de los papeles sustraídos. Los contemplé unos
minutos y, como movido por un magnetismo extraño, comencé a examinarlos embelesado. En
ese archivo había muchas cartas íntimas.
En busca de alguna que me permitiera hilar la historia recientemente conocida, leí los
primeros párrafos de varias. Y esto fue lo que encontré:
Amor:
Hace algunos meses abrimos una escuela preparatoria con intenciones altruistas. Ha sido
mucho más complicado y difícil de lo que imaginamos al principio. Ocupados en un mundo
de trabajo administrativo, hemos descuidado la razón principal de lo que emprendimos. No
debemos seguir permitiéndolo.
En las dos semanas anteriores me he enterado de situaciones asombrosas que quizá tú
desconozcas: tres jóvenes del tumo matutino abandonaron su casa, una muchachita de
secundaria abierta quedó embarazada y un ex-estudiante se accidentó en su automóvil por
conducir ebrio.
El medio en que se desenvuelven los jóvenes es cada vez más peligroso. Las borracheras, el
amor libre, la deserción escolar, la rebeldía contra los padres son tópicos usuales entre ellos.
Últimamente he puesto atención en esa gran decadencia transmitida de una generación a
otra. El mal se ha infiltrado incluso en hogares de padres aparentemente instruidos y
responsables que en forma inexplicable han venido a verme desconsolados porque no saben
dónde es que fallaron. Entonces mi desesperación se convierte en pánico. En la educación de
los hijos se cometen muchos errores involuntarios, errores que tarde o temprano se revierten
como una avalancha de nieve que nunca se sabe cómo ni cuándo se originó...
Sin embargo, debo decirte que esta reciente percepción del mal no es lo único ni lo principal
que gira en mi agitación mental.
Este último fin de semana encontré algo. Algo tan extraño e inverosímil que no he querido
mostrártelo hasta saber qué es (o hasta saber si es lo que imagino). Estuve escombrando tres
viejas cajas con reliquias de mis padres. Son las que rescaté de la casa de mamá cuando
falleció, ¿recuerdas?, y hasta el domingo pasado no había tenido ánimo para revisarlas. Es
increíble la cantidad de cosas que guardan los andados: fotografías borrosas, documentos
escolares arcaicos y roídos, recortes de periódico amarillentos y quebradizos, cartas
ilegibles y un sinfín de objetos viejos como botones, tarjetas, libros y prendas de ropa que,
aunque debieron jugar algún papel importante en sus recuerdos, para mí no eran más que
basura.
Pues bien, entre todas esas curiosidades hallé una carpeta con manuscritos ancestrales
escritos en castellano antiguo con un valor verdaderamente incalculable. No me explico
cómo pudieron llegar ahí, pues aunque mi padre era historiador, nunca mencionó haber
conseguido testimonios originales.
He debido desempolvar mis diccionarios y apuntes de raíces románicas para atar cabos
respecto a esos escritos. Ha sido emocionante, mi amor, porque ya he logrado interpretar
algunos párrafos y, ¿sabes?, versan sobre el mismo tema que me inquieta en el trabajo: ¡la
superación de los jóvenes!
Su anónimo autor debió ser un experto en textos bíblicos, y digo esto porque he hallado
muchas frases apoyadas claramente en las Escrituras. Sin embargo, lo interesante del caso
no es la doctrina plasmada en esas hojas sino la sensación que me producen de estar
transitando el camino adecuado. ¡Quien las escribió murió hace varios cientos de años
teniendo las mismas inquietudes que yo!
Te quiero mucho, mi cielo, y estoy un poco asustado. Siento que Dios, a través de ti, me ha
encauzado en este trabajo y ahora ha comenzado a darme elementos para que haga en él
algo más de lo que he hecho.
Quiero compartirte que estoy pendiente de cada eventualidad con la firme convicción, nunca
experimentada en el pasado, de que nuestro tercer hijo no murió en vano antes de nacer.
Tuyo,
Tadeo.
Apenas terminé de leer, cogí el portafolios hurtado para hurgar en él con la avidez de un
sediento que busca agua. Saqué todo lo que guardaba y lo deposité sobre la cama de mi
hermano. La localización de lo que ansiaba encontrar fue casi inmediata: una carpeta
conteniendo documentos ligeramente más anchos que las hojas tamaño carta, por lo que sus
bordes amarillentos sobresalían del resto.
Extraje con cuidado la carpeta y contemplé su curioso contenido hecho de un material
resistente como la piel, flexible como la tela y delgado como una hoja: se trataba de pergami-
nos azafranados y de olor rancio escritos con tinta violácea de trazos irregulares. Las letras
eran casi normales, salvo uno que otro símbolo extraño que se intercalaba entre las palabras.
Intenté leer, pero no logré captar ni un ápice. Habían frases como la siguiente:
Joven, creed et cuydat todas cosas tales que sean aguisadas et non fiuzas dubdosas et
vanas. Guardatvos que non aventuredes nin ponga desde lo vuestro, de que vos sinta-des
por fiuza de la pro de que non sodes cierto. Y abonde nos estoque dicho vos avernos
Cristo en qui creemos.
Y lo más fantástico era que se trataba de pergaminos originales. Los acaricié con respeto, los
acerqué a mi rostro para olerlos y sentir su textura en mi mejilla.
En eso me hallaba cuando se desprendieron algunas hojas blancas que habían sido guardadas
en el interior. Con gran curiosidad me apresuré a levantarlas y descubrí que eran los
borradores de una traducción de esos documentos.
No se necesitaba ser experto en testimonios arqueológicos para percatarse de que ese
vademécum y su incipiente interpretación era en extremo valioso. De algo pude estar seguro
entonces: iba a tener que devolverlo.
En la traducción de los pergaminos decía:
No seas altivo ni orgulloso pues perderás el tiempo leyendo conceptos de paz.
No porque hayas oído mucho puedes considerarte erudito. El que cree saber sólo es un
fanfarrón.
Las verdades no se saben, se sienten; no se aprenden, se viven.
Nadie puede ser sabio en su propia opinión.
Déjate guiar.
Puedes suponer que estás haciendo bien cuando en realidad estás haciendo lo más
cómodo y placentero.
El necio tiene por recto su camino. El sabio siempre está atento a los consejos.
Sólo sometido a la autoridad de Dios harás lo bueno y te irá bien.
Tarde o temprano todos debemos entender a las leyes morales de la creación. Los
rebeldes con lágrimas, sinsabores y amargura. Los competentes (que hacen suya la
experiencia de otros) con alegría y paz.
Examínalo todo sin prejuicios y aprende lo bueno de todo, porque hasta en el ser más
insignificante o extraño y hasta en el problema más "innecesario" hay un mensaje para
ti.
"Cursi, rosado, religioso, manipulador, impráctico", me dije haciendo a un lado los papeles.
De momento me pareció que todo lo que ese hombre guardaba en su portafolios era producto
de una personalidad amanerada o de una estúpida vocación sacerdotal. Sin embargo, creo que
mis viscerales juicios no eran del todo sinceros porque retomé los escritos y seguí leyendo:
No te equivoques al escoger a tus amigos.
Si eres bueno busca a los buenos. ¿Qué consorcio
hay entre la justicia y la iniquidad?¿Qué comunión entre la luz y las tinieblas?5
No sigas el consejo de los malvados ni te sientes en el banco de los burlones, porque el
camino de los perversos siempre tiene mal fin.
Tu visión es corta e imperfecta. El orgullo y la arrogancia te hacen suponer que la gente
está en tu contra y que nadie te entiende, pero eso es un espejismo mortal.
Sé de corazón humilde.
La vida te devuelve siempre lo que tú le das. El que es bueno siembra el bien y le va bien.
Nunca lo olvides.
¿Pero qué rayos estaba leyendo? Para oír sermones me bastaba mi papá. Moví la cabeza
desilusionado. De modo que el director no era más que otro adulto ordinario que coleccionaba
máximas moralistas para fastidiar a los jóvenes...
Guardé todo en el portafolios y le di la espalda para intentar dormir, pero a los pocos minutos
me volví sobre mis pasos sin entender la razón y extraje de la carpeta de escritos personales
otro apunte, cuidándome de que no se tratara de más amonestaciones.
Una carta íntima más. "Vamos a ver qué otra historia inventa este loquillo", me burlé en voz
alta, aunque en mi fuero interno, del que no tenía conciencia, existía un gran deseo de seguir
empapándome de esa extraña y novedosa forma de ver la vida.
Elegí la misiva al azar, sin preocuparme por saber si estaba fechada antes o después de la
anterior, una curiosidad hipnótica más fuerte que mi naturaleza sarcástica y liviana me impul-
saba a leer cualquier cosa que me ayudara a conocer más a ese singular individuo que
administraba mi escuela.
Llevé la carta conmigo a la cama y la leí completa antes de cerrar los ojos.
.
Helena:
Hay gente esperándome en la recepción y tengo asuntos pendientes sobre el escritorio. No
estoy en facultades de atender ni a los unos ni a los otros.
Necesito hablarte.
Decirte que te amo y que me duele mucho que hayamos discutido.
Estoy convencido que el arte de las artes es la convivencia matrimonial, porque es la única
disciplina que exige la perfecta coordinación de dos virtuosos en la destreza de dar y
perdonar.
Hoy en la mañana ocurrió algo que me consternó sobremanera. Cometimos el error de hacer
grande una discusión pequeña. Tornamos la llovizna en huracán. Ambos contribuímos:
teníamos que salir en el mismo auto y tus nimias actividades en un tiempo valioso
amenazaban con retardarnos a todos. Te llamé la atención porque, a mi juicio, se nos estaba
haciendo tarde por tu culpa, y tú me pediste que te ayudara con el arreglo y desayuno de
Ivette.
Ninguno de los dos escuchó al otro.
El matrimonio es un equipo en el que se debe remar parejo so pena de que el barco pierda su
rumbo. De haber sido "asertivos", el incidente no hubiera pasado a mayores. Yo sólo quería
escucharte decir que sí, que me entendías, que ibas a tratar de apresurarte, y tú sólo
deseabas oír de mi boca que sí, que en cuanto terminara de vestirme te ayudaría con la niña.
Pero en ninguno cupo la prudencia. Defendiste tu posición y comenzaste a reprocharme que
"nunca" te ayudaba. Entonces yo arremetí con más severidad en mi reprimenda rozando la
frontera del respeto. Te sentiste agraviada y contraatacaste usando la arcaica e ineficaz
regla del "ojo por ojo". Mordimos el anzuelo de Mefisto. Caímos en la trampa de discutir sin
control. Se usaron dos palabras que deben estar terminantemente prohibidas en nuestros
diálogos. Las palabras malignas: "siempre" y "nunca". Cuando se usan se miente y la
difamación abre la puerta de entrada a la ira. Es mentira absoluta que uno de los cónyuges
"nunca" o "siempre" haga algo.
Tú fuiste la primera en bajar a el auto con el bebé. Ivette y yo nos quedamos solos; lloró todo
el camino hacia su escuela y se negó a hablarme. No nos dimos cuenta de que nuestros hijos
eran los más afectados por el problema.
Con cada disgusto de los padres se siembra en lo más hondo del ser infantil la semilla de la
inseguridad. Y eso, además de injusto y vil, es innecesario.
No puedo atender mi trabajo porque todo lo que hago pierde sentido si estoy mal con mi
familia. Te quiero mucho, mi amor, y quiero mucho a los niños.
No me gustaría que por vivir un matrimonio sin orden ni acuerdos los afectemos a ellos; o
peor aún, afectemos nuestro mutuo amor.
Voy a luchar por pensar en ti antes que en mí, en satisfacer tus necesidades antes que las
mías.
La regla de que el matrimonio es un intercambio al cincuenta por ciento es una patraña. Si
vivimos pendientes de que nuestra pareja haga la mitad de la relación, nos pasaremos la vida
juzgando la actitud del otro y jamás estaremos satisfechos. El verdadero amor es entregarse
cien por ciento, regocijándose por ser correspondido, pero sin estar sopesando esa
correspondencia a cada minuto. Nada de que "te ayudo en tus tareas para que luego tú me
ayudes con las mías"; ese es un intercambio egoísta. Yo quiero aprender a ayudarte sin
esperar tu ayuda, regalarte mi ser entero, aunque no reciba una entrega igual. Deseo hacerlo
porque te amo bien. Eso es todo. Quiero que sepas que hace mucho tiempo he dejado de
atormentarme con la idea del "amor ideal". Eso no existe. No soy un príncipe de cuento ni tú
una princesa encantada. Somos seres humanos llenos de defectos y yo te acepto tal como eres
sin exigirte más.
El amor ciego es pueril. Es espejismo. De novios los sentimientos son intensos y las
emociones excitantes; de casados el corazón late tranquilo y el entendimiento mira la
realidad. Pero no por ello el cariño se ha desvirtuado sino, por el contrario, se trata de una
relación más madura. El amor verdadero no es un "vivieron felices por siempre"; el amor
verdadero es una promesa, un voto de entrega; no es felicidad eterna sino crecimiento
armónico (aunque a veces doloroso), no apasionamiento ansioso sino unión beatífica.
Es cierto que con el tiempo se pierden detalles hermosos que se acostumbraban antes.
Detalles importantes en la medida en que se echan de menos. Nosotros podemos recuperarlos
si lo deseamos, como el ser atentos el uno con el otro, corteses, amables, considerados y
delicados. Demostrarnos con esos detalles diarios cuánto nos importamos. Yo quiero lograr
todo eso porque mi amor por ti es honesto y verdadero. Discúlpame la imprudencia que
cometí esta mañana. No quise lastimarte.
Démosle la espalda al rencor y a las heridas y que este enojo nos sima para subir un escalón
más de esa hermosa escalera que nos conduce a Dios.
Por siempre tuyo,
Tadeo.
4
ASALTO A LA ESCUELA
Las ideas se agolpaban una tras otra como si de repente en mi vida se hubiera abierto una
puerta, antes cerrada, hacia nuevos horizontes. Por primera vez sentí melancolía y soledad.
Hasta entonces no había experimentado deseos de amar y ser amado. Parecía muy extraño,
pero todo era producto de haber penetrado furtivamente en la intimidad de un adulto tan des-
preciado.
Finalmente me dormí. Cuando abrí los ojos habían dado las nueve de la mañana. Me pareció
inusitado que papá se hubiera ido al hospital pasando por alto su rutina de despertarme
arrancando violentamente las cobijas de mi cama y abriendo las cortinas del cuarto de par en
par. Quizá el hecho de que mi hermano Saúl no estuviera, o quizá el desagradable recuerdo de
la discusión que tuvo con el director el día anterior, lo había hecho reflexionar respecto a la
forma de tratarnos.
El ruido de la aspiradora me permitió reconocer a la sirvienta en pleno inicio de jornada y la
música clásica a mi madre haciendo su gimnasia matutina. Excelente: era demasiado tarde
para ir a la escuela. Me levanté a recoger los papeles que había estado leyendo hasta
avanzadas horas y que dejé caer al quedarme dormido. Los acomodé cuidadosamente. Al
hacer-Jo, aprecié detalles que en la víspera me pasaron desapercibidos:
En el portafolios había tres carpetas distintas, una azul y dos verdes. La primera contenía
manuscritos personales ordenados por fechas: cartas a su esposa, cartas a sus hijos y simples
relatos íntimos como los que detalla un adolescente en su diario. La carpeta verde contenía
escritos a máquina: resúmenes expositivos, apuntes y conclusiones de temas pedagógicos,
algo así como las notas en las que un profesor se apoya para impartir su cátedra. Y la tercera
carpeta contenía aquellos documentos extraños e ininteligibles con sus incipientes borradores
de traducción.
También hallé algunas plumas y lápices, una calculadora, un bello diccionario español-
latín/latín-español y nada más.
En la casa no existían señales de que alguien se fuera a preocupar por molestarme, así que me
embebí en el material paladeando esa extraña sed de saber más que experimentan los hombres
que leen. Ya había penetrado en los dominios de la colección de redacciones íntimas y, como
las traducciones de los papiros arcaicos me causaba una especie de malestar estomacal, decidí
extraer un folio de los expositivos.
Antes de comenzar la lectura pensé en Saúl. ¿Dónde habría pasado la noche? ¿Qué habría
cenado? ¿Con quién estaría en ese momento? Sentí tristeza por él. Ojalá que volviera pronto
porque necesitábamos luchar juntos para rehacer esa decadente pero aún no desahuciada
familia.
Los apuntes decían así:
• El 48% de los matrimonios de primeras nupcias fracasan.
• El 80% de los fracasados se vuelven a casar y en la mitad de los casos la familia vuelve a
malograrse.
• Cuatro de cada diez niños pasan su infancia en hogares de un solo progenitor.
• El 20% de los nacimientos son ilegítimos y el 60% de éstos provienen de adolescentes.
• El 80% de los padres maltratan a sus hijos. La primera causa de muerte en niños menores
de cinco años es el maltrato.
• En promedio, 32 adolescentes se quitan diariamente la vida en América.
• El crimen más numeroso sin denunciar son las golpizas a mujeres.
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
• El 80% de las familias tienen por lo menos un hijo fracasado en los estudios.
• El 60% de los padres renuncian a la dirección del hogar cuando los hijos se rebelan y
fracasan.
• El 95% de las familias de hoy sufren uno o varios de los siguientes problemas:
Frialdad y distancia moral del padre.
Hostilidad, burlas y falta de comunicación entre los
hermanos.
Machismo del padre e hijos varones.
Normas rígidas, cambiantes e injustas.
Malos entendidos continuos por la comunicación
superficial.
Vidas independientes bajo el mismo techo.
Vicios.*
Caminar por la vida arrastrando en el subconsciente las laceraciones que deja una mala
educación es como escalar una gran montaña llevando a cuestas un baúl con inmundicias.
De cada diez hijos de familias anómalas solamente uno consigue deshacerse de la carga de
basura heredada y escalar la cima del éxito. ¡Sólo uno lo consigue!
Los jóvenes rebeldes eligen —no siempre de modo consciente—, el mal camino para dar una
lección a sus padres o hermanos, haciéndolos sentir culpables de su fracaso.
Estudios psiquiátricos revelan que el primer paso para regenerar a tos delincuentes y
depravados es lograr que consigan PERDONAR a algún familiar con el que convivieron en
su niñez.
Fuente de estadísticas en Latinoamérica, Revista People.
Esto arroja la premisa de que todos los "muchachos problema" albergan en su mente la
misma clase de resentimientos familiares. Los padres dañan a sus hijos y los hijos devuelven,
de una u otra forma el daño, creando un círculo espantoso que lanza enormes cantidades de
individuos insatisfechos al mundo.
La delincuencia, la drogadicción, la prostitución (la maldad en sí), que ensombrecen a la
humanidad no son sino los frutos de las semillas que se siembran en los hogares. La familia
es la base de la sociedad porque todo hombre y mujer que la conforman se hicieron en una
familia. Si la familia se corrompe, la sociedad, el país, el mundo entero se corrompe.
Los gobernantes hacen el ridículo tratando de acabar con el mal; el origen de una sociedad
corrupta son las familias corruptas. La procedencia de un hombre malo es una mala familia.
No hay más.
Esto es un verdadero mensaje urgente, ün grito desesperado antes de que sea demasiado
tarde: el que no lucha por SU familia es alguien que, NO IMPORTA POR QUE OTRA COSA
LUCHE, no merece tener el lugar que Dios le ha dado en esta tierra.
Eran palabras demasiado fuertes para mí. Así que arrojé los papeles al aire en un gesto de
rabieta pueril. "Pamplinas", me dije, pero al ver las hojas volar por mi habitación de
inmediato procedí a reorganizarlas.
Me hallaba en tan molesto menester cuando sonó el teléfono. "¡Mis amigos!", pensé. Salté
como liebre al aparato y contesté:
—¿Bueno?
—¿Casa de la familia Hernández?
—Sí, aquí es.
—Necesito hablar con el señor o la señora de la casa. Es urgente. Llamo del Instituto
Bécquer. Soy la secretaria del director.
—Los señores no se encuentran —mentí—, ¿puede dejarme el recado?
—Se trata del joven Saúl —gritó la voz exasperada—. ¡Está aquí, en la escuela! Vino a pedir
dinero prestado al director, parece estar borracho y...
La comunicación se cortó repentinamente. Alguien la interrumpió en origen. Salí de la casa
corriendo pasando junto a mi madre que se hallaba en posición de flor de loto. Me preguntó a
dónde iba pero no le contesté. La escuela estaba a sólo unas cuadras, así que corrí con todas
mis fuerzas como si la vida de mi hermano mayor dependiera de mi presteza. Sólo yo podía
convencerlo de que regresara a casa (ni mi padre ni mi madre, ellos menos que nadie, lo
conseguirían), por lo que me alegraba de haber contestado el teléfono a tiempo.
Cuando llegué a la escuela había un gran alboroto en el vestíbulo. Varios maestros atendían a
la recepcionista desvanecida; los alumnos entraban y salían. Le pregunté a uno de ellos por mi
hermano y me informó que acababa de irse.
—Venían en un Ford negro. Salieron disparados después de asaltar al director.
—¿Venían?
Pero no pude obtener más información porque llegó la policía y la gritería se hizo aún mayor.
Tadeo Yolza salió a recibir a los patrulleros y me miró de reojo. Tuve el impulso de huir pero
me contuve: no tenía por qué; yo era inocente. Mientras él hablaba con los agentes volví a
preguntar, ahora a uno de mis maestros, qué fue lo que había pasado. Me informó que tres
supuestos drogadictos amenazaron a la secretaria Gabriela y uno de ellos entró a la dirección a
robar. Pero tampoco me dijo más porque lo distrajeron los improvisados paramédicos cuando
la muchacha volvió en sí.
El licenciado Tadeo daba a los gendarmes una descripción de los atracadores y hacía un breve
relato de lo ocurrido. Cuando quise aguzar mi oído, los pormenores ya habían sido
mencionados. Había urgencia por atrapar a los malechores, así que los oficiales se despidieron
prometiendo volver en cuanto tuviesen noticias. Los vehículos de la policía se retiraron ha-
ciendo ulular sus espantosas sirenas.
El director entró al recibidor. Me volteé de espaldas fingiendo mirar el calendario de la pared,
pero él caminó directo hacia mí, me tomó del brazo con muy poca delicadeza y me hizo pasar
a su privado.
—¿Y tus padres?
—No lo sé —le contesté con indiferencia y tomé asiento presa de una inexplicable turbación.
—¿Estás enterado de lo que acaba de ocurrir aquí, verdad?
No contesté. El bullicio del exterior todavía era demasiado fuerte como para permitirnos
hablar con el sosiego que él pretendía. Además yo estaba incontrolablemente ansioso, al
grado de percibir cierto reflejo emático que amenazaba poner fin a la entrevista con un
espectáculo asqueroso. Intenté controlarme. Respiré hondo varias veces.
En ese instante no pude dilucidar lo que ahora, a la luz de quien revive recuerdos muy
antiguos, entiendo.
No era por mi hermano, ni por el asalto, ni por el alboroto general que me hallaba tan
nervioso; era porque frente a mí estaba el propietario del portafolios que tan escrupulosamente
inspeccioné después de hurtarlo, el dueño de esos documentos excepcionales, el recopilador
de datos y conclusiones de valor doctrinal y, sobre todo, el autor de las cartas de amor que tan
indiscretamente analicé en la víspera. Era él. Estaba frente a mí participando de una larga
pausa para recuperar la paz robada (que era, de momento, lo único que podía recuperarse).
—No director... —dije al fin—. No sé qué pasó.
—Pues vino tu hermano Saúl. Entró a mi oficina intempestivamente pidiéndome dinero. Lo
invité a tranquilizarse y entonces se dejó caer en la silla en la que tú estás ahora, quejándose y
llevándose las manos a la cara —se detuvo con la vista fija como tratando de comprender él
mismo lo ocurrido. Luego continuó—: Aproveché el momento para escribirle a mi secretaria
una tarjeta urgente indicándole que se comunicara con ustedes. Tu hermano se balanceaba
murmurando cosas ininteligibles cuando dos tipejos sucios e igualmente enajenados entraron
a la escuela para lanzarse sobre mi secretaria. Salí para tratar de calmarlos, pero venían
armados. Saúl, detrás mío, me pidió dinero otra vez. Le di lo que traía en la cartera e
inmediatamente huyeron...
—Qué vergüenza... —creo que murmuré.
El director se puso de pie para cerrar las persianas.
Era un tipo canoso de aspecto imponente, de estatura mediana y de complexión más bien
gruesa. Por lo que leí en sus carpetas, debía tener unos cuarenta años, aunque para mi gusto
aparentaba bastante más. Lo realmente interesante en él era su voz. Siempre pausada y
tranquila, inspirando confianza y serenidad. Había algo en ella que me recordaba al sacerdote
que me corjfesó cuando hice mi primera comunión.
—¿Quieres un café? —me preguntó y yo fruncí el entrecejo diciendo inmediatamente que no.
¡Claro que apetecía un café! Cualquier cosa era buena para quitarme el sabor metálico del
paladar... Pero tomar café con el "gurú" se me antojó ridículo. "¿YO? Ya me imagino..."
—Quiero que me hables un poco de tu familia. ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo se tratan entre
hermanos?
Moví la cabeza sin poder articular sonido. Mi familia es el peor desastre que uno se pueda
imaginar.
—Vamos. Necesito saber de ustedes. Y no pienses que me estoy inmiscuyendo en lo que no
me importa porque tu hermano me inmiscuyó hace unos minutos.
—De acuerdo... —contesté al fin—. Mi padre es un tipo gordo de bigote escaso y erizado. No
le gusta usar corbata y en las fiestas siempre toma coñac.
Tadeo Yolza sonrió. Nunca antes lo había visto sonreír.
—No me refiero a eso. De carácter..., ¿cómo es su carácter?
—Es como todos los señores que conozco. Enojón, exigente, gritón. Siempre cree tener la
razón y es absolutamente cerrado. No acepta más verdades que las suyas, una muralla; así lo
califica mi hermana Laura. Con él no se puede hablar. Él dice que sí, pero es mentira. A mi
padre también le gusta mentir. Se cree un dios.
Sentí que el rubor me invadía el rostro. Me excedí en mi descripción, pero Yolza parecía
complacido.
—¿Y Saúl? —increpó—. ¿Cómo es tu hermano?
—Antes era muy alegre. Se la pasaba escuchando música y cantando. A todos nos gustaban
sus chistes subidos de color.
Era estudioso y juguetón, nunca reprobó una materia. Así era él. Pero antes...
—¿Antes...?
—Antes de que lo expulsaran por primera vez de la preparatoria. Iba a un buen colegio, el
"Amsterdam". Eso fue hace cinco años más o menos. El muy idiota se enamoró de una de sus
profesoras. Siempre lo critiqué por eso. Imagínese... Su maestra era casada y estaba
embarazada...
Me detuve asustado de lo que acababa de decir. Era casual, pero encajaba con... ¡Dios mío!
Yo no me hallaba muy enterado de lo que le pasó a mi hermano Saúl hace cinco años. Sólo
sabía que quiso besar a su maestra y que el esposo lo demandó. Mi padre no me permitió
asistir al juicio pero parece que el demandante se arrepintió y levantó los cargos, pues el
problema se solucionó pronto. Lo más extraño fue que quedó prohibido hablar del tema en la
casa. Todos lo olvidamos, menos Saúl, que nunca volvió a ser el mismo.
—Mi esposa ha sido maestra toda su vida —comentó flemático el director—. Su último
trabajo fue precisamente en el colegio "Amsterdam"... Hace como cinco años...
Apreté los puños y sentí que el sudor me corría por las mejillas.
Era evidente que la desgracia de la esposa del director podía relacionarse con la de mi
hermano.
Yolza me miraba fijamente con el entrecejo fruncido. Su mirada era demasiado profunda y
sofocante.
Me puse de pie con intención de salir inmediatamente de ahí. Tenía que hacerlo. Deseaba
estar solo. No me importaba ser descortés, pero apenas comencé a caminar hacia la puerta el
director me alcanzó para tomarme fuertemente del brazo; me volví hacia él, asustado, y me
hallé con sus penetrantes ojos. Entonces, acercando su rostro exageradamente al mío, con la
voz más firme y el gesto más seguro que recuerdo haber visto, murmuró:
—Devuélveme mi portafolios...
5
TRES PASOS PARA LA SUPERACIÓN PLENA
Al regresar la casa parecía velatorio: para llegar temprano, papá no dio consultas en la tarde;
Laura no salió con su amiga; y mamá se pasó el día llorando como Magdalena.
Habían investigado en hospitales, delegaciones, centros de asistencia social... y nada, no había
rastros de Saúl. Lo que menos quería yo era aumentar la mortificación general, de modo que
tras sopesar lo acaecido en la mañana, no comenté con nadie lo ocurrido.
No obstante, intenté hacerlo mientras cenábamos. Hacía años que no cenábamos todos juntos.
Normalmente cada uno se preparaba lo que podía y se iba con el plato a ver la televisión de su
cuarto. Pero, cosa rara, esa vez mamá hizo de cenar. La silla de mi hermano necesitó estar
vacía para que eso ocurriera.
—Creo que Saúl se fue de la casa para darles una lección —proferí audazmente rompiendo el
silencio.
—¿Qué dices? —saltó papá.
—Digo que a esta familia le hace falta amor. ¡Saúl se los está gritando! ¿No se dan cuenta?
Mi padre se puso de pie diciendo que no estaba de humor para tolerar mis impertinencias. Le
contesté que él nunca estaba de humor cuando se trataba de escuchar a sus hijos. Y después de
enrojecer sobremanera, manifestó haber perdido el apetito. Se retiró a su habitación indicando
que el paquete cerrado sobre la mesa era un pastel que había llevado para la cena.
Las mujeres de la casa se conmovieron y comenzaron a llorar, rogando al varón que regresara
al comedor, pero él no las oyó. Fue una bofetada con guante blanco para mí. A mi padre le
gustaba dar ese tipo de bofetadas y yo lo detestaba por eso. No quise retractarme ni pedirle
disculpas. Para mi gusto su paternidad dejaba mucho qué desear.
Mi mamá se puso de pie y se enjugó las lágrimas con un trapo de cocina; luego comenzó a
reprenderme, a lo que le contesté petulante. Entonces suavizó su tono y trató de explicarme
que papá se hallaba sumamente tenso y nervioso. No la escuché. En esa casa nadie escuchaba
a nadie, así que ¿por qué tenía que hacerlo yo? Mamá se acercó empalagosamente y me
acarició la cabeza. Yo no toleré el cariño y, a mi manera, repetí la misma escena de papá:
aventé la servilleta y me fui a mi habitación. Las dos mujeres de la casa se quedaron solas. No
creo que hayan podido cenar.
En mi recámara me senté en la cama y me pasé varias horas pensando sin poder moverme. Me
sentía triste, arrepentido, melancólico, nervioso. ¿Por qué mi padre era tan orgulloso y difícil?
Con la respiración alterada extraje los borradores de los documentos con exhortaciones
bíblicas y comencé a pasear la vista sobre ellos. Sentí una ansiedad sofocante al hallar reco-
mendaciones que valía la pena hacérselas conocer a mi padre.
Tomé pluma y papel y comencé a transcribir los consejos, una vez terminada la labor salí con
intenciones de deslizar la hoja por debajo de la puerta del cuarto de papá. Era la única forma
de hacérsela llegar, pues si llamaba, era seguro que además de no abrirme me lanzaría algún
insulto.
Miré el escrito anónimo dudando y al levantarlo vi cómo mi mano temblaba. Por eso, antes de
decidirme lo leí por última vez:
Cuando estés en tu casa evita gritar.
Sé presto para escuchar y tardo para la ira.
Una respuesta suave calma el furor y detiene peleas a tiempo.
La lengua mansa es árbol de vida; la perversa rompe los lazos de afecto.
No devuelvas nunca mal por mal ni insulto por insulto. Sé compasivo, ama sin
condiciones; sé dócil y fiel, así bendecirás tu hogar.
Cuando estés tentado a condenar a alguien, detente y recuerda que todo el que peca no
sabe lo que hace y merece ser perdonado...
Moví negativamente la cabeza. Mi padre era doctor y los doctores que yo conocía, además de
nunca tener tiempo para su hogar, creían ser los poseedores exclusivos del don de la
"sabiduría infinita".
No. Si arrojaba la hoja por debajo de la puerta le daría elementos para condenarme y de
ninguna manera lo haría cambiar.
Regresé a mi habitación y nuevamente me refugié en los escritos de Yolza. Los hojeé un rato
y al fin extraje uno de la segunda carpeta (su material para conferencias).
Por aquellas coincidencias extrañas de la fortuna, en esas notas se me dieron con enorme
claridad las respuestas que buscaba.
Antes de atreverme a comenzar la lectura leí varias veces el título.
TRES PASOS PARA LA SUPERACIÓN PLENA INTRODUCCIÓN
Las Verdades del Amor existen desde siempre. Son parte de la creación divina.
Para CRECER verdaderamente es imprescindible que te pongas en contacto con ellas.
Búscalas en los buenos libros de superación personal, en la Biblia, en conferencias sobre el
éxito, en homilías, en tratados de moral, en consejos de amigos, en poesías, en canciones. Las
Verdades del Amor están a tu alcance y debes empaparte de ellas. Con su ayuda irás
descubriendo una poderosísima energía interior que hay dentro de ti y que hasta ahora
desconoces. Una energía con la que lograrás la realización diaria y la felicidad.
Las formas en las que las "verdades" se nos dan son extraordinariamente variadas, bien que
por lo mismo existe el gran peligro de quedar inmune a ellas. Casi cualquier persona ha
escuchado muchas a lo largo de su vida y eso les hace suponer que lo saben todo. Por eso es
tan difícil aconsejar a un adulto y por eso las personas adultas se superan con tan
vergonzosa lentitud (en comparación con la celeridad con la que los jóvenes se superan).
Todo lo que digas a la mayoría de los adultos respecto a cómo mejorar, son sentencias que
de una u otra forma ya conocen; pero no es suficiente con manejar los conceptos o recitarlos
como predicador; hay hombres que atesoran toda la sabiduría del éxito y sin embargo son
unos perfectos fracasados.
Así pues, es imprescindible leer mucho, documentarse ávidamente y, al hacerlo, seguir
cuidadosamente tres pasos para que todas las leyes leídas funcionen:
PRIMER PASO: DOBLEGA TU ORGULLO
imagina que estás al borde de una montaña, justo en el punto en que si das un paso más
caerás al precipicio. Te detienes y miras. Frente a ti, cerca pero inalcanzable, se halla otro
monte con verdes prados; puedes verlo perfectamente, pero no puedes cruzar. Necesitas un
puente. Exactamente así está la gente que presume de poseer sabiduría, pero que es
desdichada. Conoce y es capaz de mencionar los secretos para triunfar, pero no puede vivir-
los. Se halla al borde del precipicio y aunque vislumbra la montaña de la superación con
toda claridad, ésta forma parte de su entendimiento pero no de su vida. Le falta un puente
para poder cruzar hacia ella: EL PUENTE DE LA HUMILDAD.
Cuando escuches consejos de amor reconócete imperfecto; por más que te quieras a ti
mismo, date cuenta que aún te falta mucho por aprender y que incluso un niño puede
enseñarte si eres receptivo. Sensibilízate y deja a un lado el orgullo y la vanidad. No pierdas
el tiempo murmurando sobre las apariencias. Evita a toda costa distraerte haciendo críticas
insanas con relación al aspecto o voz del orador en una conferencia; no te recrees
inútilmente buscando errores al estilo de un escritor; no te burles de las expresiones
confusas; no censures los defectos del maestro. Sé humilde y permanece atento para que seas
capaz de traspasar la densa niebla de las apariencias y recibas el chispazo de la luz que se te
dará. Tu vanagloria puede impedirte entender hasta las verdades más evidentes. No seas
como los necios que se creen superiores al que está narrando una historia sólo porque ya la
han oído antes y se adelantan ufanos contando el final.
Excluyete y aprende.
Nunca pienses "es obvio", "eso yo ya lo sabía", "no es nada nuevo para mí", "tanto llegar
para algo tan conocido". Los adultos estancados repiten estas frases con frecuencia. No
basta con saber las cosas, hay que vivirlas.
El que abre su mente, es sencillo de corazón y guarda silencio dispuesto a aprender, consigue
asimilar lo que el ufano sólo consigue oír. No hay otro primer paso hacia la grandeza:
doblega tu orgullo.
Al hacerlo comenzarás a cruzar el puente de la humildad y entonces ocurrirá en ti el
fenómeno ineludible: te sensibilizarás y conmoverás. Inclusive llorarás. Cuando el orgulloso
logra quebrantar su ego, se emociona y con lágrimas en los ojos reconoce: ¡Realmente es
grande y poderoso esto que escucho; yo lo sabía pero nunca lo había meditado tan a fondo! Y
sólo entonces empieza a crecer.
SEGUNDO PASO: PERSEVERA EN SOLEDAD
¿Qué hay del otro lado del puente de la humildad? ¿Qué ocurre en la mente humana después
de que lo cruza, se conmueve y llora?
Se pisa un prado en el que podemos vivir en carne propia los conceptos de superación y nos
inundan enormes deseos de cambiar. Anhelamos ser mejores, hacemos planes, nos abrasa la
llama de la automotivación y nada más. Casi siempre hasta ahí llegamos para después de
unos días regresar por el mismo puente rumbo a la mediocridad de antes, sólo que ahora
creyendo tener la experiencia y la sapiencia de palabras hermosas, aunque inútiles.
Lo anterior nos ocurre al volver a las actividades y problemas diarios después de un retiro
espiritual, una conferencia, o la lectura de un libro que nos hizo reflexionar.
Es un fenómeno del hombre ordinario: siempre olvida sus propósitos y vuelve a ser como
antes.
Si quieres superarte, debes tener la precaución de no regresar.
Una vez que aprendas algo y te propongas aplicarlo, hay que dar el segundo paso: Luchar
en soledad para interpretar a tu modo los conceptos.
La filosofía del éxito es como un perfume que no puede olerse hasta que lo combinas con tu
propia esencia. No aceptes sin pensar las cosas que se te digan porque sería igual que si no
se te hubieran dicho. Sólo cuando dilucides a tu manera las teorías de otros las convertirás
en tu verdad.
Al llegar a este punto debes entablar largas pláticas a puerta cerrada contigo mismo; debes
orar, meditar, relajarte, hacer que los conceptos penetren en ti, llegando a tus propias
conclusiones, poniéndote de acuerdo contigo y nada más que contigo de la manera en que
aplicarás en tu vida lo aprendido. Esta práctica en soledad es imprescindible y debe ser
constante, debe volverse un hábito. Sólo en ella el concepto de "Dios"deja sus matices
mitológicas para brindarte alternativas de realidad.
Hay mucha gente que le teme a la soledad, que apenas se ve apartada enciende la televisión o
llama a algún amigo por teléfono; es gente que nunca deja el fango de la mediocridad.
Aprende a encontrarte contigo mismo para disfrutar de tu propia compañía. Sólo así
asimilarás la sabiduría que te llevará a la cima.
TERCER PASO: DA TESTIMONIO DE TUS CONCLUSIONES
una vez que hayas permanecido en el valle de la meditación a solas, deberás compartir tus
conclusiones con la gente. No tengas miedo de decir algo que ya se ha dicho. Tu manera de
comunicarte puede ser, para muchos, más poderosa y reveladora que las que conocieron
anteriormente. Dios puede usar tu estilo único de expresarte para salvar alguna vida
perdida. Así que habla, escribe, dicta cursos, da consejos, conviértete en pregonero del amor
que has logrado asimilar y vivir en soledad.
Sólo cuídate de no volverte un charlatán o un presumido. No te ufanes de tus conocimientos,
no enseñes con altivez. Para hablar debes practicar constantemente la humildad de espíritu y
la meditación en soledad. Si así lo haces, aconseja sin miedo. No importa que aún no hayas
comprobado la eficacia de tus teorías, porque nunca lo lograrás hasta que las compartas.
Hay gente muy profunda que no dice cuanto sabe porque espera que sus secretos la
transformen primero en alguien superior. Pero eso nunca ocurrirá. Para que las verdades del
amor transformen a una persona debe cerrarse el círculo de compartirlas. Es una especie de
broche de oro que sólo muestra su brillo cuando se exteriorizan los nobles ideales. Es una ley
infalible: los escritores de superación, los psicólogos, los laicos y hasta los sacerdotes
mismos sólo empiezan a vivir plenamente las ideas en las que creen hasta que se
comprometen con ellas al divulgarlas.
Los grandes tesoros que no se comparten se vuelven agua estancada que en poco tiempo se
descompone y hace daño a quien la tiene.
Es importante recordar que para lograr el éxito en la vida se requiere, primeramente,
ponerse en contacto con los conceptos del amor, y una vez frente a ellos seguir tres simples
pasos:
l.-La humildad de corazón.
2.-La meditación en soledad.
3.-E1 testimonio de tus conclusiones.
No puede faltar ninguno de los elementos.
Ahora ya lo sabes. El camino hacia el éxito está a tu alcance. Sólo falta que lo transites.
6
ALBOROTO EN EL AULA
Estaban comenzando a bajar la pesada cortina de herrería cuando entré al establecimiento. Mi
respiración era agitada y sonora. Tal vez por eso decidieron atenderme, aun cuando fuese hora
de cerrar.
—Quiero una copia de cada hoja —dije jadeando, al momento que depositaba sobre el
mostrador el voluminoso contenido de las tres carpetas.
—Tienes que dejarlas para recogerlas después.
—No puedo. Me urgen. Debo devolverlas mañana temprano.
Era verdad.
La empleada hizo un gesto de franca molestia y volteó a ver a su patrón. Éste personalmente
se acercó y tomando los folios comenzó a fotocopiarlos.
Me entregaron las hojas terriblemente desordenadas. Pasé casi una hora acomodándolas en mi
casa. Pero valió la pena. No podía devolver el portafolios a su propietario sin conservar para
mí copias del material que había causado tan excitante revolución en mi estado de ánimo.
Con la calma de quien ve los toros, ya no desde la barrera sino en la comodidad de su sala en
una videocinta retrospectiva, puedo decir ahora que fotocopiar esas hojas fue el acto más
sensato que tuve en mi juventud. Cuanto hoy delineo con la pluma son recuerdos de hace
muchos años que, aunque escritos cronológicamente, los extraigo de un banco de memoria en
el que aparecen unidos, revueltos y enmarañados. Desde aquella época ya pensaba en escribir
lo aprendido, pero ahora me doy cuenta que no podría hacerlo fielmente careciendo de esas
copias fotostáticas en las que me apoyo tanto y que, por cierto, a lo largo de mi vida he leído y
releído. Me percato, incluso hoy, que quizá por esa influencia tan grande he adoptado una
forma de redactar muy similar a la usada por el director en sus apuntes. Por eso los
comentarios hechos aquí y puestos en la boca del joven que yo era entonces probablemente no
correspondan al lenguaje florido y vulgar que realmente solía usar.
Al día siguieme llegué muy temprano a la escuela. Antes que el señor Yolza y que Gabriela.
Espié durante unos minutos al aseador y cuando éste salió de la oficina trapeando con la vista
fija en el embaldosado, me escabullí para depositar sobre el escritorio de la dirección el
portafolios de piel. No dejé ni una nota ni quise esperar al propietario. Entré a clases como
saeta, frotándome las manos sudorosas en el pantalón.
Otra vez me había salido con la mía.
No iba a ser siempre así.
Nuestro profesor llegó tarde a la clase. El aula estaba ligeramente sobreocupada, así que la
algarabía de los pupilos sin quehacer era casi una romería. Unos vocalizaban, otros, en
grupitos, contaban chistes de alto contenido erótico-filosófico, otros se jaloneaban y se
golpeaban en un retozo brusco y peligroso, unos pintarrajeaban las paredes mientras otros
jugaban al perro y la liebre persiguiéndose groseramente sobre los pupitres y compañeros
como si no existieran. Los vapores iban subiendo de tono al paso de los minutos.
ün profesor impuntual en una escuela preparatoria puede ser el culpable de que los alumnos
terminen quemando las instalaciones. Y el profesor Ricardo era impuntual, además de tímido
y ansioso.
Cuando entró al salón con cuarenta minutos de retraso, nadie hizo el menor intento por
comportarse. El recinto se había convertido en una bacanal. Pululaban los gritos y quejidos,
émulos de aullidos, balidos, mugidos y bramidos. Esos encima de éstos opinaban sobre las
chicas y las chicas se quejaban agrediendo como respuesta a aquéllos. Hacía calor y había
humedad. El profesor intentó callarnos, pero fue abucheado estrepitosamente, a más de recibir
proyectiles manufacturados con bolas de papel, cuadernos y lápices. Como niño asustado se
cubrió el rostro impotente y todos nos reímos de él. No éramos un grupo de delincuentes
como los que se ven en las películas estadounidenses de pandilleros; sólo éramos muchachos
comunes y corrientes empuñando erróneamente el estandarte de la libertad. En esa escuela
casi cualquier maestro hubiera podido detener la batahola y controlarnos, pero no Ricardo. Le
faltaba autoridad. Siempre le había faltado.
—Jóvenes —nos espetaba casi inaudiblemente—: tranquilícense o llamaré al director.
Pero sabíamos que no se atrevería a hacerlo; era como declarar abiertamente ante su jefe lo
incompetente que era.
Sin embargo, infiero que el ruido producido ese día en ese lugar traspasó uno tras otro los
canceles de la escuela porque repentinamente la puerta se abrió y apareció el señor Yolza. Los
gritos fueron bajando de intensidad hasta convertirse en murmullos.
Todos volvimos a nuestro sitio escudándonos en la quietud del grupo. Nadie estaba dispuesto
a dejarse culpar por lo allí ocurrido.
El director entró al aula haciendo a un lado con los pies la basura que encontraba en su
camino. Fulminó con la mirada al profesorsucho, quien bajó la vista avergonzado, y luego nos
miró a nosotros. El hombre tenía presencia y autoridad. En varias ocasiones se lo había visto
expulsar sin ningún temor a compañeros altaneros dos veces más corpulentos que él. Además:
era su escuela.
De inmediato me percaté de que en la mano derecha traía la carpeta azul del portafolios, la
que contenía sus apuntes a máquina, como si al estar revisándolos hubiese tenido que venir de
prisa al salón trayéndolos consigo sin darse cuenta. Me sentí sumamente angustiado al pensar
que pudiera mencionar algo del botín recientemente recuperado, así que me agaché tratando
de pasar desapercibido.
Se paseó frente al pizarrón sin hablar; cuando advirtió de reojo las obras pictóricas en él
realizadas, se dejaron oír unas risillas furtivas: plasmada sobre el encerado estaba la caricatura
flacucha y larga del profesor Ricardo unida morbosamente a la rechoncha efigie de la
profesora Anita. Dentro del contorno, como en una radiografía clandestina, se habían
dibujado los entes sexuales de los docentes: un renacuajillo narigón arrojándose sobre una
pelotilla sonriente que le alargaba los brazos.
Yolza tardó un poco en reaccionar. Finalmente empuñó el borrador e hizo desaparecer con
mano firme la ilustración.
"Es una lástima", pensé, "realmente era un buen dibujo".
Luego pasó la mirada sobre su caprichoso público y movió la cabeza. Lucía cansado y
preocupado. En su talante no se advertía enojo alguno, era más bien algo parecido a la desi-
lusión.
—No me molesta lo que ha pasado aquí —dijo finalmente con voz grave—, son jóvenes,
están llenos de energía, la euforia se desborda por sus músculos —se encogió de hombros—.
No me molesta..., es normal... Quiero decir, yo también fui estudiante y era divertido alocarse
y desafiar a la autoridad. Yo entiendo eso...
Parecía un cenobita luchando por comprender filosofías ascéticas. Comenzó a caminar de un
lado a otro del salón muy lentamente. Los alumnos estábamos desconcertados. Esperábamos
una fuerte reprimenda y he ahí que el máximo censor se paseaba frente a nosotros como si
tuviera un gran problema y necesitara de nuestra ayuda.
—Estoy tratando de entender —comenzó a alzar la voz— por qué jóvenes mayores, como
ustedes, que deberían estudiar ya en la universidad, han decidido echar a perder su vida. Por
qué no están preocupados por salir del hoyo, por qué siguen reprobando materias con tan
despreocupado descaro, por qué se siguen comportando como adolescentes de trece años...
¿Porqué...?
Al llegar a este punto había aumentado tanto el volumen de su voz que los murmullos
iniciados cuando lo vimos titubear desaparecieron totalmente.
Yolza levantó con la mano derecha la carpeta azul que contenía los apuntes de superación y
espetó:
—He pasado noches enteras tratando de descifrar la razón por la que tantos muchachos,
aparentemente normales, hijos de buenas familias, se dejan arrastrar por la abulia y se vuelven
rebeldes fracasados. Pero me faltan elementos —dejó caer el legajo sobre el escritorio como si
nada de lo que hubiese en él sirviera—. ustedes son esos jóvenes, y una de dos: o hay algo en
sus sentimientos que aún desconozco o son una sarta de necios "cuadrados"...
Las palabras del director provocaron excitación en el ánimo de varios de nosotros. Él no había
ido a corregirnos ni a castigarnos. Tenía finalidades distintas. Quería meterse en nuestras
vidas y eso, por desusado, nos puso inmediatamente a la defensiva; pero a la vez, cosa
curiosa, nos agradó sobremanera.
—Quiero hacer hoy lo que nunca he hecho. Hablar con ustedes como un amigo. Cln amigo
que se interesa por ayudar, pero a la vez necesita ayuda. Me quita el sueño pensar que la fiesta
romana que se armó aquí hace unos minutos es el común denominador de sus vidas. Y no sé
si me entiendan, pero si soy incapaz de cambiar eso, mi trabajo en este lugar pierde totalmente
su sentido.
Yo sí lo entendía. Mis compañeros no. Pero nadie habló. Todos parecíamos dispuestos a
escuchar. Los inteligentes presentían algo benéfico y el resto al menos estaba dispuesto a
participar de esa clase tan fuera de lo común.
—Voy a comenzar dándoles mi punto de vista, pero les advierto que no he venido a
sermonear. Quiero escuchar lo que piensan, quiero rebatir y que me rebatan. Hoy todos vamos
a sacar algo bueno de esta sesión. ¿De acuerdo?
Nadie contestó. Estábamos acostumbrados a los regaños, las amenazas y los gritos y esa
actitud de complicidad nos desconcertaba. El director parecía ávido de comunicarse, como si
estuviera seguro de que obtendría algo, ya de esos jóvenes desconocidos, ya de esa sarta de
necios "cuadrados".
Recordé que la sencillez de corazón era el primer paso para aprender; recordé que para poder
recibir un mensaje no debía criticar, ni buscar defectos, ni censurar la apariencia del expositor
y, puesto que estaba recibiendo un ejemplo claro de humildad, yo mismo quise concentrarme
en ella.
Ignoro lo que mis compañeros pensaban, pero se adivinaba un ambiente ansioso. Lo que sí sé
es que ninguno imaginó que esa ocasión se convertiría en una de las lecciones más inolvida-
bles de nuestras vidas.
—He llegado a la conclusión de que la mayoría de ustedes son maduros en muchos aspectos,
excepto en uno: su sentimiento de aceptación social. Por eso han fracasado en los estudios y
por eso hacen tantos dislates. La gente necesita ser aceptada y querida por los demás. Es una
necesidad psicológica del ser humano; prueba de ello es que cuando nos vemos deplazados o
ignorados, la ira se despierta fácilmente en nosotros. Así de simple: ustedes no se sienten lo
suficientemente queridos y aceptados...
Nadie pareció en un principio muy de acuerdo con el diagnóstico y varios de mis compañeros
se adelantaron al borde de su silla dispuestos a protestar. Me emocioné un poco. La polémica
se ponía interesante. El director caminó hacia el escritorio, tomó la carpeta azul entre sus
manos y hojeó el contenido hasta que se detuvo y comenzó a leer.
—El individuo que se cree poco aceptado adopta algunas de las siguientes actitudes:
l.-Se retrae para convertirse en un ser callado, tímido y huidizo.
2.-Hace bromas, chistes pesados o protagoniza agresiones, siempre escondido entre los
demás.
3.- Tiene una marcada tendencia a hablar de sí mismo y no es capaz de escuchar a alguien
sin pensar a la vez en lo que contestará para seguirse vanagloriando.
4.-Adopta actitudes fingidas y acomodaticias. Para ser aceptado aparenta ser lo que no es y
dice pensar lo que no piensa.
5.-Es tímido y servil con los poderosos y autoritario y burlón con quienes cree tener poder.
6.-Se autoetiqueta en casi todo. Con frecuencia se clasifica diciendo "yo soy de las
personas que..."
7.-Se preocupa excesivamente por su apariencia física.
8.-Critica constantemente a los demás.
La voz del señor Yolza resonó en el aula como si tuviera eco. Cerró su carpeta
lentamente y nos miró a uno por uno por primera vez. Mis compañeros, que parecían
tan dispuestos a objetar, lo habían pensado mejor. Así que cuando levanté la mano todos
me observaron ansiosos. Yo mismo me asombré de haberlo hecho, pero eso que el
maestro leyó me parecía desmedido. ¡Me identificaba con los ocho puntos!
Cuando Yolza me dio la palabra, el corazón comenzó a latirme hasta el dolor. De algo
pude estar seguro en ese instante: nadie saldría de ahí sin haber aprendido algo.
7
LA ESCALA DE GENTE PRIORITARIA
—No estoy de acuerdo —proferí sin haber previsto lo que deseaba expresar—. Es decir,
puede ser que nos falte eso que usted mencionó, porque yo me identifico con los ocho
puntos...
una carcajada colectiva, que diluyó la tensión y me produjo una sonrisa inesperada,
interrumpió mi disertación. Yolza también sonrió.
—Esperen —levanté una mano tratando de recuperar el silencio—, me refiero a que si ser
aceptado por los demás es una necesidad tan importante, no creo que haya una sola persona
capaz de satisfacerla. Siempre habrá alguien que nos desprecie.
ün murmullo matizado aún de cierta hilaridad por mi reciente confesión se levantó como señal
de acuerdo. Tomé asiento complacido.
—¿A qué te refieres, Gerardo? ¿A ser aceptado y querido por todos? —preguntó el licenciado
poniendo un exagerado énfasis en la palabra todos—. Si es así, estás en lo correcto. No existe
nadie en esta tierra que pueda conseguir eso, pero hay ocho características en el individuo que
se siente rechazado y no todos las manifestamos, así que ¿dónde crees que está la clave?
Me quedé mudo percibiendo cómo se incrementaba nuevamente mi frecuencia cardiaca. ¿La
clave? Recuerdo que recién esa noche juzgué la respuesta como algo evidente, pero en ese
preciso momento no se me ocurrió nada.
—¿una escala de valores? —dijo tímidamente la menuda pero inteligente compañera Avelina.
—¡Exactamente! —explotó Yolza—. ¡Eso es! Aunque no le llamaremos de "valores" porque
tendríamos que mencionar consignas como procurar la honradez, adquirir cultura, defender la
verdad y otras similares. Mejor le llamaremos "escala de gente prioritaria". Es preciso, o
mejor diré "es urgente", que cada uno de ustedes haga una lista de las personas con quienes
convive para después clasificarlas en orden de importancia: novia, amigos, compañeros de
escuela, de trabajo, conocidos, vecinos, familiares lejanos, padres, hermanos, etcétera. Y una
vez hecho esto, poner especial cuidado en cultivar no sólo la aceptación, sino el amor mismo
de quienes ocupen los primeros sitios en su escala. ¡El resto de la gente no debe interesarles
en este aspecto! ¿Entienden eso? Si algún compañero de poca jerarquía para vuestro sentido
de aceptación les pide que hagan algo en lo que no están de acuerdo y ustedes se niegan, el
rechazo, la burla o la agresión que obtengan por negarse no podrá afectarles. Tal vez les
incomode, pero nada más. Cada uno de ustedes conoce sus prioridades. Son amados por la
gente que les importa y listo. Ante ustedes mismos y ante los demás comenzarán a desplegar
la imagen de personas maduras y firmes que no son títere de nadie. Dejarán de seguir el juego
a los insolentes que alimentan su seudoseguridad llamando la atención y no participarán más
en tertulias como la que se organizó aquí hace un rato.
Yolza terminó mirándome otra vez directamente. Tal vez por casualidad..., tal vez no.
—¿Qué piensas? —me preguntó—. ¿Cuál sería tu escala de gente importante?
Me negué a contestar. Si por haber tomado en "préstamo" su portafolios un par de días estaba
decidido a acribillarme a preguntas, yo le demostraría lo tozudo que era capaz de ser.
Además, el licenciado podía estar seguro de que no figuraba en mi lista de gente prioritaria,
así que su rechazo me sería indiferente.
—¿Alguien desea participar? —preguntó al detectar mi poca disposición a hacerlo y
señalando con el índice a Tomás, un compañero a quien descubrió distraído.
—Bueno —contestó éste para nuestra sorpresa—, yo diría que las personas importantes para
mí son mi novia y dos, no más bien tres amigos; luego mi mamá y después todos los demás.
—Bien —asintió Yolza meditabundo—, ¿alguien más?
Aunque de momento no hubo quién se atreviera a hacer pública su escala, al poco rato las
opiniones se sucedieron una tras otra. El licenciado moderaba la longitud de las intervencio-
nes dando y quitando la palabra, en espera quizá de un juicio más organizado y maduro. Su
naciente sonrisa de triunfo se asomaba para desvanecerse una y otra vez. Finalmente, cuando
nadie más quiso opinar, se frotó la barbilla en gesto dubitativo y volvió a su carpeta azul para
decir mientras la hojeaba.
—En estas páginas tengo transcritos parte de unos textos antiguos muy interesantes que
versan sobre la moral y el éxito. uno de los primeros puntos que tratan es precisamente del
que estamos ocupándonos ahora.
Detuvo su elocución para echar un largo vistazo a los rostros de sus jóvenes oyentes. "Escala
de valores" y "gente prioritaria" eran asuntos sobre los que no solíamos meditar. La mayoría
de los muchachos de mi generación vivíamos sin más complicaciones que simplemente vivir.
Obviamente no era el camino más seguro.
Tadeo Yolza comenzó a leer sus notas con la seguridad de quien pregona una ley infalible:
El hombre sano y triunfador exalta su corazón primeramente a Dios y nada más que a Dios.
Y en segundo lugar a su familia. Después puede querer a cualquier otra persona, pero si los
primeros dos sitios del espíritu se alteran, sobreviene el desequilibrio y con el desequilibrio
el mal...
CJn largo silencio nos envolvió. No hubo uno solo que manifestara ese orden en sus
prioridades: primero Dios y luego •a familia.
—El tema de "Dios" —retomó el director—, es delicado porque se trata de un concepto muy
personal. Tiene que ver de algún modo con cierto tipo de crecimiento interno similar al físico
y cuyo análisis nos llevaría horas. Por hoy pensemos simplemente en Dios amor. No en el
dios de los fanáticos chiflados que matan y violan los derechos de otros por "inspiración
divina". Concéntrense en el Amor Infinito y llámenle como suelen llamarle. Es su Creador.
De quien provienen y a quien se dirigen. Es la parte bella de ustedes, es la moral, la caridad, la
esperanza; es su enorme deseo de bondad; es su razón trascendental de existir; es la persona
de virtudes infinitas con la que de algún modo se relacionan; la persona que debe ocupar el
primer lugar en su vida. Y nada más.
El director se detuvo como dudando si seguir o no hablando de esa prioridad.
Evidentemente decidió no hacerlo porque continuó de la siguiente forma:
—En segundo lugar deben tener en su corazón a su familia y después todo lo demás que
deseen. No importa qué es lo que sea. Pero no se cambie nunca el orden de las prioridades
básicas, porque sobrevendrá el desequilibrio y con éste el mal.
—¿A qué se refiere usted cuando dice "familia" —preguntó irónicamente Tomás—. En la mía
somos tantos que para las reuniones de Navidad tenemos que alquilar canchas deportivas.
ün nuevo jolgorio se suscitó en festejo a la chanza de Tomás, pero pronto se apagó. Se había
despertado un interés verdadero por la plática.
—De acuerdo —contestó Yolza—. La familia a quien debes reservar tan importante sitio en
tu escala de prioridades está compuesta por tus hermanos y padres. Nada más. Pero ten
cuidado: cuando te cases, la familia que formes con tu esposa, tengas hijos o no, ocupará la
primera jerarquía desplazando irrevocablemente a la de tus padres. En este salón no hay nadie
casado, así que al hablar de la familia nos referimos a los padres y hermanos de ustedes, a
quienes deberán fijar en el primer sitio de importancia después de Dios.
El silencio que siguió no era de avidez ni de meditación: era de desacuerdo, de ira. Los que
antes se habían adelantado al borde de su silla lo habían vuelto a hacer como dispuestos a
saltar sobre el orador. El resto, incluso los distraídos habituales, ahora se hallaban atentos con
gesto de contrariedad.
Sonia, una jovencita de largas trenzas, no destacada precisamente por su desenvoltura,
comenzó a objetar con intensidad decreciente, de modo que hacia el final de su intervención
nadie entendió lo que dijo:
—Eso es ilógico. Nuestros padres pertenecen a otra generación. No nos entienden ni los
entendemos, además... —y aunque siguió moviendo la boca, su vocecilla se perdió por
completo en el limbo.
—¿Puede explicarse mejor? —la invitó el licenciado, pero Sonia no quiso volver a hablar.
Al verme libre de presiones me puse de pie presa de una excitación indecible, dispuesto a
refutar al adulto que tan interesado se había mostrado antes en mi discernimiento.
—Yo no sé nada de Dios —dije con voz fuerte aunque extrañamente aguda—. Si existe, creo
que es un ser injusto e indiferente, pero como ya se mencionó, eso sería tema largo. Yo quiero
hablar de lo que, según usted, debe ser nuestra segunda prioridad: la familia. Pues bien, yo no
aguanto a la mía, o mejor dicho no aguanto a mis padres, así que les hablo lo menos que
puedo, los ignoro porque no se merecen otro trato, parecen de palo cuando reclamo, por lo
tanto no me dirijo a ellos más que para lo necesario. Ellos se lo han buscado. No han sabido
ser mis amigos. Claro que los obedezco cuando me ordenan algo. Siempre lo hacen gritando y
de mala gana y yo ejecuto sus mandatos sin objeción, pero los maldigo por dentro. A veces
pienso en darles una buena lección. Se lo merecen. Pero no lo hago. Quiero mantener mi
conciencia limpia.
Risas, aplausos, felicitaciones y protestas fueron todo uno. No pude seguir porque Adrián, un
compañero de los que llamábamos "fresas" por sus alusiones continuas a la opulencia, tomó la
palabra:
—Todos los adultos son iguales. A los muchachos nos odian porque somos diferentes. Ya se
les olvidó que ellos también fueron rechazados por sus padres. Es una ley natural. Yo no me
llevo bien con mis papas porque es lo natural.
—¿Natural? —contestó violentamente el licenciado con la quijada extrañamente
desacomodada de su lugar—. Yo sí te voy a decir lo que no es natural: que un joven neófito e
improductivo venga en coche a una escuela de paga, cargando su teléfono celular en la
mochila.
—El dinero no lo es todo —se defendió Adrián.
—No lo es todo, pero vienes en carro, ¿no? Y tienes para ponerle gasolina, vistes bien y, al
igual que tus compañeros presentes, tienes una casa a donde ir cuando sales de aquí... Y en
esa casa hay una recámara donde duermes. No lo es todo, es cierto, pero ¿qué tal lo disfrutas?
¿Qué tal lo disfrutan todos ustedes?
No fui el único que quiso rebatir. El descontento era general, pero el maestro alzó aún más la
voz para evitar ser interrumpido.
—Sus padres no son malos, reconózcanlo. ¡No tienen en lo absoluto malas intenciones para
con ustedes! ¡La vida de ellos gira alrededor del trabajo y la imponente responsabilidad de
dirigir un hogar en el que no quieren que falte nada! ¡Con gran esfuerzo han ganado lo que
tienen, para regalárselo a ustedes! ¡Entiendan eso! Si ellos son tan despreciables y no merecen
su amistad, ¿por qué ustedes reciben sus regalos? ¿Cómo pueden ser ustedes tan viles para
zamparse lo que les dan sin protestar y a cambio, por lo bajo, aborrecerlos? ¿No les parece
una bajeza? Si tan razonablemente argumentan que no quieren saber nada de ellos, ¿qué hacen
allí viviendo a su lado? ¿Por conveniencia? Tomando la casa como un hotel, ingiriendo a
diario comida que no tienen idea de cómo se consiguió ni preparó, listos siempre para exigir
bienestar sin estar de ningún modo dispuestos a corresponder. Y no me vengan con que es
obligación de ellos darles dinero, comida y casa porque hay muchos, muchísimos padres que
no lo hacen. —Bajó un poco el tono de su elocución para proseguir con el aire de quien
confiesa un gran temor—. Yo tengo dos hijos y vivo por ellos. Todo lo que hago, de una u
otra forma, es en pos de su bienestar y —bajó la cabeza consternado—, ¡qué injusto y triste
sería para mí que dentro de poco decidan ignorarme sólo porque a su juicio no he sido el
padre ideal! Y lo peor es que seguramente será verdad; no lo habré sido, pero Dios sabrá
cuánto habré luchado por serlo. Si mis hijos y yo llegamos a sentir un antagonismo como el
que se ha referido aquí, más honesto será que vivamos lejos. ¿Entienden esto? ¿Qué hacen
ustedes en la casa de sus padres si ellos no merecen su amistad? ¿Extraerles lo que ellos
producen como verdaderos parásitos?
—Basta —protesté no pudiendo soportar tan enconado ataque—. Mi hermano se fue de la
casa —anuncié con cierto aire de presunción— y ¿sabe una cosa? Yo también estoy pensando
hacerlo muy pronto.
—¡Pues adelante! Ño es sano que vivas con gente a la que detestas tanto. Lárgate de ese lugar
igual que Saúl y dales un poco de paz a tus padres.
Tomé mis cosas enfurecido y traté de salir por la puerta, pero el director se interpuso.
—Antes terminarás de oírme, Gerardo. ¿Ya pensaste dónde puede estar tu hermano? Él
regresará pronto, terriblemente arrepentido de haberse ido. Y si no regresa, jamás logrará
enderezar su vida. Piénsalo un poco. No hay nada como nuestro hogar, por más defectos que
tenga. Si huyes tendrás que buscar refugio en casa de algún amigo o familiar para convertirte,
ahora sí públicamente, en un arrimado mantenido, y eso mientras te aguanten. ¿Buscarás
trabajo? ¿Y de qué? Si no sabes hacer nada. No estás capacitado. Andarás rodando de un lado
a otro como vagabundo y dejarás de estudiar. Tal vez consigas empleo de mozo y te hables de
"tú" con las escobas y los desinfectantes para baños; serás tratado como un borrico por la
gente y aprenderás a odiar cada día más a tus progenitores, a la par que recordarás tu cama
suave, tu hogar limpio, tu sopa caliente, luchando por salir del fango y hundiéndote en él cada
día más.
Conocerás muy de cerca la droga, la prostitución, la delincuencia y todo porque eres un necio
que se cree injustamente tratado por sus padres, cuando seguramente has sido tú quien los ha
calificado con injusticia.
Sin darme cuenta había ¡do retrocediendo paso a paso hasta volver a mi lugar. Sentí una
terrible presión en mi pecho a punto de estallar. Me desplomé en la banca y bajé la cabeza.
Tadeo Yolza continuó habiéndome con voz más pausada y suave.
—No seas tonto. Tienes una familia. ¡La tienes! ¿Cuánto vale lo que tienes? Si te dieran cien
millones de pesos por la vida de tu madre, ¿permitirías que se muriera? Si te pagaran
doscientos por tu papá, ¿lo dejarías morir? Tú posees lo que muchos jóvenes quisieran: unos
padres que, es cierto, no son perfectos, pero a su manera sólo viven para darte lo mejor. No te
corresponde juzgarlos ni criticarlos; te corresponde amarlos, perdonarlos. Con tus actitudes
rebeldes lo único que consigues es que ellos te traten con energía, confundidos y temerosos
porque quieren educarte y tienen muchas dudas sobre cómo hacerlo. Nadie les enseñó a ser
padres. Pero puedes estar seguro de que sus intenciones son las mejores y anhelan proceder
con bondad. Dices que no saben escucharte, pero ¿por qué han de hacerlo si tú tampoco los
escuchas? Y no me refiero al acto dé callar cuando te hablan; me refiero al hecho de
interesarte en sus sentimientos (¡porque ellos también tienen sentimientos y sufren y temen
igual que tú!), de preguntarles sobre sus tensiones y problemas, de darles una opinión sincera
al respecto, de adentrarte realmente en sus vidas con el interés y agrado de alguien que los
ama de verdad.
una lágrima cayó sobre la paleta de mi banca y mi visión nublada se aclaró un poco. Cuando
éramos más chicos, mi padre solía comentarnos las cosas que le ocurrían en el hospital y
todos opinábamos. Poco a poco él se fue percatando de que sus asuntos ya no nos interesaban
y dejó de platicar. Todo se combinaba en esa repentina tribulación: la comprensión de lo que
seguramente estaba sufriendo mi hermano prófugo, la reflexión de lo mucho que mis padres
debían quererme y el severo autojuicio de ser un vastago asaz ingrato.
—A ellos les fue mucho peor en su infancia —continuó el licenciado, ahora con el tono
sereno y consolador que le caracterizaba—. Tú conoces su historia. Tus padres arrastran
frustraciones y complejos que les fueron inculcados en lo más profundo de su ser hace
muchos años. Neurosis inconscientes que les impiden actuar como a ti te gustaría, pero se han
superado mucho, tú lo sabes. No los condenes por lo que no han logrado hacer. No los
juzgues, ¡ámalos! ¡Así como son! Aprende a acercarte e ellos, hazlos partícipes de tu vida,
cuéntales tus cosas y enséñales a escucharte, y si lo hacen mal perdónalos. No intentes
expiarlos. Tus padres pagarán sus errores porque la vida no perdona los errores de nadie; pero
evita convertirte en el verdugo ejecutor, puesto que tú, como hijo, también pagarás, y muy
caro, los errores que cometas con ellos...
Apreté los puños tratando de controlarme, pero fue inútil. Comencé a llorar en silencio y con
la cabeza baja. De cualquier modo todos mis compañeros se dieron cuenta.
Me dolió mucho cruzar el puente de la humildad por primera ocasión en mi corta existencia.
Sobre todo porque ocurrió en público. Únicamente recuerdo haber llorado con tanta aflicción
dos veces en la vida. Esa fue la primera.
8
EL SISTEMA EMOCIONAL
El aula, después de la reconvención a que me hice acreedor, quedó en un ambiente propicio
para la asimilación de esas verdades, ocasionalmente mencionadas pero siempre rechazadas
por la juventud.
Varios estudiantes de otros cursos que habían salido de su primera clase se hallaban de pie en
la puerta tratando de escuchar la discusión. Tadeo Yolza los invitó a pasar.
—Adelante, aún hay algunas sillas libres.
En realidad quedaban muy pocas, pero los muchachos de cualquier modo entraron
permaneciendo de pie en los pasillos. A los pocos segundos el lugar se había atiborrado de
adolescentes curiosos, lo cual produjo una momentánea inhibición en quienes estaban
deseosos de opinar. Pero en cuanto el desorden que ocasionó la inclusión de los nuevos
oyentes comenzó a atenuarse, Avelina, la compañera menuda y sagaz, se puso de pie y pidió
la palabra:
—Licenciado, quiero decir algo. Mi papá es autoritario y gruñón. Yo trato de sobrellevar su
mal carácter eludiéndolo en lo posible y hasta lo busco cuando se enoja conmigo, sólo que
con él no se puede hablar. Permanece irritado durante días enteros tratándome mal y entonces
también me vuelvo grosera.
—¿Lo eludes lo más posible y cuando se enoja contigo lo buscas? —increpó con fingida
extrañeza el asesor—. ¿Y por qué no intentas acercarte a él cuando todo está en calma, de
modo natural, en tu vida diaria, como si realmente desearas su amistad?
—Lo hago —contestó Avelina emitiendo un gemido infantil.
—¿De veras? ¿Lo saludas por la mañana? ¿Lo abrazas y lo besas cuando llega del trabajo?
¿Le preguntas cómo le fue? ¿Le ofreces algo de tomar cuando está descansando? ¿Le brindas
tu ayuda cuando lo ves haciendo sus labores? ¿Le das las buenas noches siempre...?
—Soy su hija, no su esclava.
—¡Estás equivocada! \Tu compromiso con él es un compromiso de amorl ¡Nadie se rebaja al
demostrar amor!
Avelina guardó silencio frunciendo ligeramente los labios en ademán de desacuerdo. Fue
Tomás quien intervino entonces haciendo gala de su habitual cinismo.
—Yo sí le hago reverencias a mi padre —dijo con una sonrisa gigante— cuando mi madre me
obliga.
Para su sorpresa fueron pocos los que rieron. En su intervención había más verdad que
chanza. La mayoría de los hijos nos mordíamos la lengua y aguantábamos la respiración para
ser amables con papá cuando mamá nos lo pedía.
—Qué ingenuidad —contestó Yolza alzando los brazos en ademán de desesperación—.
¿Nunca le has hecho caricias a un perro al que le tienes miedo? ¿Has visto cómo el animal
gruñe y ataca al detectar la hipocresía? Si una mascota percibe cuándo le das cariño falso,
imagínate el desagrado que debes despertar en tu padre al acercarte a él artificiosamente.
Aunque no te lo diga, él se da cuenta de todo. Entre familiares directos no se puede fingir: la
sangre se habla sin palabras y siempre con la verdad, lo quieras o no.
Los vapores del desacuerdo se habían tornado en aires de reflexión. Yo solía presumir que mi
actuación teatral era lo suficientemente acertada como para burlar a mi padre. Ahora me
parecía una hipótesis precaria. La repulsa entre ambos tenía que deberse a algo. (La sangre se
habla sin palabras y siempre con la verdad...)
Clna hermosa joven de las recién integradas levantó la mano. Calculé que tendría alrededor de
diecisiete años. Me incorporé a medias para observarla bien. No la había visto antes. Hubiese
sido imperdonable presenciar su particular encanto y desconocerlo después. Por si lo anterior
fuera poco, también daba la apariencia de ser sumamente inteligente y seria.
—Mi nombre es Sahian —se presentó con exquisita seguridad—. A mí me pasa algo curioso
que, a lo mejor, también le ocurre a otros. Mis padres y yo nos entendemos en aspectos
superficiales, pero cuando se trata de opiniones más personales o problemas íntimos, la
comunicación se corta radicalmente. Ellos dan sus puntos de vista con tal autoridad que no me
es posible opinar. Entonces me desespero y contesto con violencia, a lo que le sigue siempre
un regaño mayor. Si después de los problemas procuro acercarme a ellos con intenciones de
aclararlos o incluso de pedirles perdón por mis faltas, no puedo hablar, ¿entiende eso?: ¡no
puedo hablar! Y al verme titubear, mi padre, en especial, supone que soy una niña boba y co-
mienza a darme consejos otra vez. Si insisto en comunicarme, señor director, se me hace un
nudo en la garganta y se me quiebra la voz. A veces lo sobrellevo y vuelvo a intentarlo, pero
mis palabras se pierden en un llanto terrible. Y sufro como no se imagina... No puedo hacerlo
de otra manera. Algunas veces, al verme tan afligida y vacilante, ellos se sienten conmovidos,
pero se controlan manteniendo su imagen invulnerable y yo regreso a mi cuarto más vacía y
triste que nunca.
La joven terminó su revelación con un ligero quebrantamiento en la voz. Había hablado con
una sintaxis y claridad superiores. Me quedé embelesado mirándola.
—Muy bien, Sahian —asintió el director—, es una opinión valiosa. Pero, como dijiste, lo que
te ocurre no es raro. Yo recuerdo que a tu edad, aunque me llevaba relativamente bien con mi
madre, me sentía muy alejado de mi padre. Si intentaba hablar de cosas serias con él,
comenzaba a temblar y se me hacía un nudo en la garganta. Tiene que ver directamente con el
sistema emocional de cada quien.
Tomó una tiza y en el pizarrón dibujó rápidamente la silueta de un cuerpo humano. En el
interior marcó líneas representando conductos por los que circulaban los pensamientos.
Varios compañeros, quizá más por costumbre que por interés, se apresuraron a copiar el
croquis en sus libretas.
Del cerebro salían dos vías hacia la boca. Una directa, amplia y cortísima; otra sinuosa y
larga, que bajaba al corazón para volver a subir.
—Lo que voy a explicarles es una figura apegada más a la filosofía que a la anatomía, pero
que ciertamente puede serles de mucha utilidad —se volvió de espaldas para señalar en el
encerado lo que iba explicando—. Imaginen que, así como en el cuerpo hay un sistema óseo,
muscular, nervioso y demás, en él también existe otro sistema llamado emocional. Observen
bien: todas las ideas se crean en el cerebro, y tarde o temprano deben salir para materializarse
en actos o palabras. Vamos a suponer que la salida al exterior de cuanto se genera en la
cabeza es por aquí —señaló con el dedo la cavidad bucal—. Si se trata de ideas simples, que
por su intrascendencia pueden comunicarse a cualquiera que tengamos enfrente, cruzarán este
conducto rápido que une el cerebro y la boca —lo remarcó con el gis—, pero si por el
contrario se trata de pensamientos íntimos, profundos o personales, bajarán por este otro
canal hasta el corazón, donde se cargarán de emotividad antes de continuar su rumbo hacia
afuera. ¿Está claro? Es muy simple: el problema comienza cuando no dejamos salir esas ideas
cargadas de energía sentimental y al almacenarlas pierden su esencia afluente para adherirse a
las paredes de los conductos del sistema emocional, como el colesterol se adhiere a los del
circulatorio. Imagínense los tubos de una persona introvertida que nunca manifiesta sus
sentimientos. Deben estar llenos de costras y pústulas endurecidas que obstruyen la salida de
modo realmente crítico. Todos tenemos emociones atoradas y adheridas en los tejidos más
sensibles de nuestra naturaleza. Por eso sacarlas cuesta tanto. Duele, Sahian; duele mucho
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
arrancar de las entrañas inquietudes que se han añejado y confundido con otras que tampoco
salieron a su tiempo. Intentas exteriorizarlas y lloras sin ninguna razón concreta; reconoces tu
malestar, pero no alcanzas a vislumbrar sus causas. Te preguntan qué tienes y no consigues
hablar algo cuerdo; tartamudeas, titubeas y te enfureces porque son demasiadas cosas y no es
ninguna a la vez.
El director Yolza hizo una pausa para tomar aire y calmar su creciente furor. Luego continuó
dirigiéndose a la muchacha:
—Pero ten mucho cuidado: si por esa sensación de dolor decides seguir callando, acumularás
amargura, haciendo más gruesas las costras y obstruyendo aún más el camino a los
sentimientos que vienen atrás. Las emociones deben fluir o tarde o temprano te harán explotar
como un tanque de gas. Así que aprende esto bien: limpia tu corazón, aunque te duela;
exterioriza tu intimidad hablando o escribiendo. Desahógate con tu pareja, si es que la tienes,
o con un amigo, o en un grupo de autoayuda, o en tu familia. No temas abrirte a ellos. Hay
infinitamente más posibilidades de que al desahogarte con alguien, ese alguien, lejos de
burlarse, te respete y ame mucho más. Pero aunque por mala fortuna te confiases en quien no
aprecie tu valor, de todos modos habrás ganado al limpiar y sanear tu sistema emocional.
Debes comenzar a sacar a flote tus sentimientos hoy mismo. Al elegir a las personas con
quienes lo harás, piensa en tus padres. Enfrenta el reto de mejorar tus relaciones con ellos
entregándoles lo más valioso de ti, sin medir lo que te darán a cambio. Háblales con el
corazón, aunque eso te aflija, y verás que cada vez duele menos. Si los notas torpes para
corresponderte, considera que ellos también tienen infinidad de emociones atoradas impidién-
doles comentarte con soltura sus sentimientos. Debes tomar la iniciativa para, a la vez,
ayudarles, porque tus padres también necesitan ayuda. Si en tu juventud has de limpiar tus
conductos afectivos, procura hacerlo con ellos. Háblales. No importa que te deshagas en
llanto. Es necesario que enfrentes el dolor del lavado de tu alma; llora y luego échate en sus
brazos y bésalos con todo el amor de tu ser. Expulsa el rencor acumulado, porque es al
espíritu como el veneno al cuerpo. Quiere a tus padres como son y los verás responderte con
lo mejor de su intimidad; pero si no lo consiguen, perdónalos porque son humanos; ámalos
porque ellos te aman más que a nadie en el mundo; y respétalos porque son la autoridad que
Dios ha puesto en tu vida para guiarte.
Aún los que escuchaban desde la puerta por no haber logrado entrar al recinto se hallaban en
absoluto silencio. La ponencia del director había concluido con tanta fuerza y poder que, en
quienes no había movido emociones, había motivado un ensimismamiento inusitado. Yo
pertenecía parcialmente a los dos grupos. No deseaba derramar más lágrimas, pero tampoco
lograba desembelesarme del hipnótico testimonio.
Giré la cabeza y descubrí la gran cantidad de jóvenes allí reunidos. Calculé que las clases se
habían suspendido parcialmente porque entre el apiñamiento del exterior pude vislumbrar a
varios profesores.
El licenciado hojeaba sus notas con lentitud. Me encorvé para extraer de mi portafolios las
copias fotostáticas clandestinas de las susodichas y, a mi vez, comencé a revisarlas.
Volví a detenerme en los apuntes de citas bíblicas. En aquel entonces yo no tenía religión y
me reía de aquellos que profesaban alguna; pero me hallaba tan fascinado con lo que estaba
aprendiendo que las sentencias que otras veces me causaron dolor de estómago, ahora me
atraían sobremanera:
Hijos obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo.13
Ellos te han visto nacer y crecer. Te conocen mejor de lo que crees.
Tus padres son capaces de ver en ti debilidades y fuerzas que desconoces.
Que nunca te lamentes por haber ignorado su instrucción.14
13 Efesios, 6,1. 14 Proverbios, 1, 8.
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Honra a tu padre y a tu madre. Tal es el primer mandamiento que lleva consigo una
promesa: para que seas feliz y prolongues tu vida sobre la tierra.15
Tadeo Yolza comenzó a hablar. Dijo algo respecto a una serie de señales que nos podían
indicar el mal camino. Algo así como focos de alarma roja que debíamos evitar.
No lo escuché. Seguí leyendo para mí las citas, presa de una inefable avidez intelectual:
Someteos todos a las autoridades, pues no hay más autoridad que no provenga de Dios, y
las que existen, por Dios han sido constituidas.16
Así que quien se opone a la autoridad va en contra de lo que Dios ha ordenado, y
quienes se oponen serán castigados.17
Una autoridad es alguien con facultad de darte instrucciones y que, sin saberlo, es
instrumento divino para indicarte el camino recto.
El mayor problema que tenemos con las autoridades es nuestro orgullo. Éste nos hace
reñir con cualquier persona que intente decirnos qué hacer o cómo vivir.
Nada ha sido más destructivo y ha afectado más la existencia del hombre que el orgullo.
Quien se opone a la autoridad se revela contra la orden de Dios y los rebeldes atraerán a
sus vidas la perdición.
Si te dejas guiar por tus padres, te dejas guiar por
15 Éxodo, 20, 12.
16 Romanos, 13, 1.
17 Romanos, 13, 2.
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
Dios; pero si te revelas, Él usará autoridades cada vez más duras y dolorosas con el fin
de corregirte.
—¿Puede leer más despacio? Quiero escribir eso —pidió Sahian, que estaba tomando notas.
Al oír nuevamente su voz levanté la cara. ¿Qué había dicho? Me enojé conmigo mismo por
estar distraído.
El maestro repitió con mayor énfasis y lentitud el párrafo que llamó la atención a la muchacha
más bonita, mientras yo hojeaba mis apuntes buscando apresuradamente las palabras que se
decían. Una nueva motivación me inundó: si esa joven deseaba escribir los últimos dos puntos
de una lectura específica, tal vez yo pudiera ofrecerle los demás.
Hacía calor, pero los ojos extrañamente abiertos no parecían percatarse de ello. Hojeé y hojeé
con la desesperación de alguien que busca un secreto de vida o muerte.
Yolza terminó de leer y agregó con voz potente y firme el colofón de su discurso:
—Todo esto le ocurrirá a ustedes si no se esfuerzan por lograr buenas relaciones con sus
padres —contuvo unos segundos el aire y terminó—: El que tenga oídos que oiga. El que
tenga ojos que vea...
El director fue rodeado por varios muchachos que deseaban hacer consultas personales. El
resto de la gente empezó a irse.
Por mi parte, finalmente encontré lo que buscaba. Me levanté bruscamente y salí con premura
rompiendo el armónico ambiente que se mantenía aún en el desalojo del aula. Giré la cabeza
de un lado a otro hasta que la localicé. Sahian me había producido un hambre de hablar casi
tan desesperante como el hambre de saber que me produjo Yolza. La alcancé y llamé
cuidadosamente su atención tocándole el hombro.
—Hola —saludé en cuanto volteó a verme—, ¿me permites decirte algo?
La tomé de la mano dando muestras de una nunca manifestada galantería y la conduje hasta el
patio. Ella me siguió sin hablar, frunciendo el ceño.
—Quiero mostrarte una cosa —le dije al fin—: los apuntes del director. Los tengo. Me los
prestó para fotocopiarlos y como te vi tan interesada pensé que podrías quererlos.
—¿De veras los tienes? —brincó con la alegría de un niño al que se le promete un helado—.
No lo puedo creer.
—Pero no los traigo completos —mentí—. En la tarde, si aceptas, nos podríamos ver, ¿qué te
parece? Te invito a tomar un helado.
Me miró fijamente como quien estudia un espécimen raro de animal. Tal vez entendió mis
intenciones de conquista y una casi imperceptible sonrisa asomó a sus labios. Creo que no le
parecí mal porque accedió.
Esa tarde, sentados a la mesa de un café, repasamos juntos varias páginas de los apuntes del
director. Hallamos tanto notas soberbias como redacciones incomprensibles. Sahian me pidió
que le permitiera copiar de su puño y letra los últimos diez puntos que se leyeron al final y
que yo, por distraído, no pude escuchar. Me explicó que quería fotocopiar esa hoja porque
pretendía obsequiársela a su hermano menor como una carta personal. Al escribir se acercó
tanto a mí que por mi mente cruzó el insano deseo de besarla, pero pronto borré de mi
pensamiento esa idea y me avergoncé por haberla tenido. Esa chica me inspiraba un respeto
que no había sentido por ninguna otra.
Hecho un manojo de nervios, me ofrecí a dictarle.
La hoja decía así:
Diez señales que marcan el camino hacia el fracaso y la perdición de un joven, detectadas en
la relación con sus padres:
1. Se cree incomprendido por ellos.
2. No quiere perdonarlos.
3. Siente tristeza, rencor, amargura.
4. Se aleja de ellos. Les habla poco.
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5. Se vuelve ingrato, los critica y ataca. No les agradece nada.
6. Se vuelve terco. Justifica sus malos actos y no escucha sus consejos.
7. Defiende la libertad sexual.
8. Sin querer, busca amigos también incomprendidos por sus padres para sentirse apoyado.
9. Piensa en darles una lección (y con esto se nace vulnerable al vicio, al sexo, al suicidio).
10. Daña su capacidad de amar. Se vuelve, sin darse cuenta, una persona incapaz de
construir relaciones afectivas de calidad.
Todo esto le ocurre a aquél que no tiene buenas relaciones con sus padres.
Al terminar, yo de dictar y ella de escribir, nos miramos a la cara fijamente. Había algo que
nos identificaba en secreto. Y yo entendí, por primera ocasión, lo que era el nacimiento de un
cariño legítimo, lejos de la pasión y la lascivia.
—Reñir con nuestros padres puede en verdad causar grandes estragos —dijo con la vista
perdida—. Tengo un amigo en la escuela que en este preciso momento se halla extremada-
mente confundido por eso. Me ha llamado por teléfono varias veces durante los últimos dos
días sólo para decirme lo mucho que sufre. Lástima que no estuvo hoy en la clase. Le hubiera
servido lo que se dijo.
—Mmmh —contesté desinteresado—, la mayoría preferimos evadir los estudios cuando
tenemos problemas familiares.
—No. Él no está evitando la escuela. Se fue definitivamente de su casa.
El corazón me dio un vuelco terrible.
—¿Y cómo se llama tu amigo? —pregunté.
—Tal vez lo conozcas. Su nombre es Saúl. Saúl Hernández.
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9
EL ABRAZO FRATERNAL
Hice antesala cerca de quince minutos, lapso en el que más de una vez estuve tentado a
retirarme. La incertidumbre se agrandaba dentro de mí por un infundado temor, para decrecer
después ante la casi certeza de que el director me ayudaría.
La noche anterior la pasé entre vigilia y duermevela, fantaseando con la efigie de mi hermano
Saúl. Su autodestierro había llegado a latitudes imprevistas. En casa mi padre parecía estar
acostumbrándose a su ausencia, a la par que acumulaba animadversión contra él. Si seguía
demorando su retorno quizá ya no podría recobrar el lugar que le había pertenecido. Además,
el hecho de que no hubiera vuelto después de casi una semana me hacía adivinar que su
turbulencia anímica no era producto de una simple desavenencia pasajera sino de una crisis
francamente peligrosa.
No se encendió el foquito del intercomunicador indicando a la secretaria que podía recibirme;
fue el director de la escuela personalmente quien abrió la puerta de su despacho para
invitarme a pasar; sonriendo me tendió la mano excesivamente firme y en ademán de cortesía
me cedió el paso. Una vez dentro, tomé asiento sin hablar.
—¿En qué puedo servirte, Gerardo?
Yo no sabía si era culpa del sistema emocional o de qué rayos, pero parecía que una papa
cocida se me hubiese atorado en el pescuezo.
—Quiero agradecerte por haberme devuelto mi portafolios —agregó al verme callado.
Asentí. "No tiene por qué darlas. Son galanterías que acostumbro", pensé socarronamente.
—Me alegra que vengas a verme —continuó entusiasmado simulando no percatarse de mi
inhibición— porque el próximo viernes voy a iniciar una serie de conferencias para padres de
familia. Es algo que vengo planeando desde hace mucho tiempo. El material que les daré es el
resultado de muchos años de estudio y trabajo. Es tan poderoso que, créeme, vale la pena
escucharlo. Debes tratar de convencer a tus padres para que asistan.
—Los apuntes de sus tres carpetas —dije al fin— los foto-copié.
Yolza frunció el ceño confundido, pero casi de inmediato la desconfianza lo hizo saltar como
impulsado por un resorte.
—¿Los fotocopiaste? ¿Para qué?
Tal vez me gustaba jugar con la gente porque no había necesidad de confesar eso, o tal vez
por primera vez comenzaba a tratar de no jugar ante la enorme urgencia que tenía de ser
honesto.
El director tomó asiento parsimoniosamente sin apartar la vista de mi rostro como un cazador
vigilandp a su presa. ¿Pretendería yo chantajearlo con sus cartas personales o algo así?
—Si usted quiere se los devolveré íntegros —proferí sin mucho entusiasmo.
—¿Qué estás tramando, Gerardo?
—Nada licenciado. Lo hice porque de manera increíble eso que le robé para desquitar mi
coraje fue el principio de una transformación enorme en mis pensamientos. Con sus apuntes,
señor, entendí cosas que nadie había logrado hacerme entender. Aunque usted no lo crea, me
volví menos agresivo, y sentí que si los conservaba podría apoyarme en ellos en el futuro.
Tengo que prepararme mucho para ayudar a mi hermano Saúl cuando regrese.
El hombre pareció preocupado. Se frotó los ojos como si quisiera sacarlos de su lugar, y
suspiró. Parecía más tranquilo, aunque definitivamente no de acuerdo.
—¿Qué has sabido de Saúl? ¿Tienes noticias de dónde se halla?
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
—Más o menos, señor director. Ha telefoneado a una amiga común. Hoy en la tarde iré a
buscarlo.
—¿Por qué no has ido hasta ahora?
—Está fuera de la ciudad. ~~
Se quedó pensando con las pupilas fijas un largo rato.
—Pobre Saúl. Necesita muchísima ayuda.
Entonces vi la oportunidad para ensamblar el rompecabezas y no la dejé pasar.
—usted ya conocía a mi hermano antes de entrar a estudiar aquí, ¿verdad?
Asintió:
—A tu hermano y a tu padre...
—usted fue quien levantó una demanda judicial a Saúl por la que fue detenido hace cinco
años, ¿no es cierto?
Tardó en contestar. Pero antes de que lo hiciera, su actitud absorta ya era para mí una
afirmación. El corazón me latía a mil por hora.
—Han pasado muchas cosas desde entonces —suspiró con catadura melancólica—. En
aquellos tiempos yo trabajaba como capacitador para empresas y mi esposa como maestra de
idiomas. Siempre nos había unido la similitud de nuestros puestos y creíamos que ya no
teníamos más qué hacer —se puso de pie y cerró lentamente las persianas de su privado—.
Desde mi nueva perspectiva he llegado a comprender que tanta perfección en realidad era una
tétrica monotonía. Nuestro matrimonio había caído en un estado de homogeneidad que
resultaba fastidioso. Entonces, deseosos de revivir la alegría en nuestro hogar, decidimos
tener otro bebé, pero su gestación nos fue negada durante varios meses. Tras luchar tanto, el
haber logrado finalmente nuestro propósito fue una verdadera fiesta familiar. Necesitábamos
más a ese hijo de lo que habíamos necesitado a los otros dos. El embarazo trajo consigo
nuevos vientos de popa al matrimonio. Todo marchó a la perfección hasta que un día apareció
en escena tu hermano Saúl...
Volvió a sentarse acariciándose muy despacio el mentón, como dudando si seguir adelante o
no. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás. Mi mirada ansiosa se lo decía a gritos.
—Era un alumno brillante del primer semestre de preparatoria al que mi esposa daba clases.
Brillante pero arrebatado y con algunos desplantes de franco machismo. Primero se acercó a
ella para pedirle que fuera su "amante platónica"; mi esposa le agradeció el cumplido y le
recordó que era casada. Pero Saúl siguió acosándola, mandándole recados y cartas que, debo
reconocer, en un principio fueron tiernas y dulces para después convertirse en atrevidas e
insinuantes. Ella no me comentó su problema para no provocarme enojo o preocupación.
Decidió arreglarlo sola, pero erró el sistema. Pensó que al poner en ridículo a tu hermano
frente a sus compañeros él la dejaría de molestar y leyó en el grupo su carta más insolente;
ante las risas y burlas de los demás el joven se puso de mil colores. Ese día la esperó junto al
coche para reclamarle lo que hizo. Mi esposa trató de quitárselo de en medio con intenciones
de abordar su automóvil, pero tu hermano la sujetó fuertemente por los hombros. No sé lo que
pasó por su mente, pero al verla debatirse en sus brazos intentó besarla. Mi esposa se defendió
gritando y por azares de la fortuna, en la pugna Saúl propinó un fuerte golpe al abdomen de
mi esposa, un golpe que por su intensidad y colocación fue suficiente para provocarle una
ruptura de membranas y con ello un aborto de emergencia en el que su vida peligró
grandemente. Hubo testigos de lo ocurrido... Y bueno, suena mal, pero tu hermano cometió
infanticidio imprudencial con agravantes de alevosía, ventaja y lesiones tanto físicas como
psicológicas. De haber sustentado la acusación, en este instante él estaría purgando su
condena.
No me percaté de estar con la boca abierta sino hasta varios segundos después de que el
director dejó de hablar. El resto de la historia ya la conocía yo por sus escritos.
—Todos los acontecimientos que el hombre califica como desgracias, Gerardo, a la larga son
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
bendiciones ingentes de Dios. Ese aborto quebrantó nuestro orgullo y nos hizo humildes para
entender la vaciedad que había en nuestras vidas. De no haber ocurrido, quizá yo seguiría
siendo el tipo engreído y ególatra que fui, preocupado únicamente por mi familia y por mi
superación. La fatalidad marcó el inicio de una nueva era para nosotros. Fue nacer y morir en
un todo ante la contemplación directa del poder de Dios. Dejamos de ufanarnos por nuestra
vida "perfecta" al comprender que todo por lo que podíamos presumir eran regalos de Él,
regalos que, así como se nos habían dado, se nos podían quitar. Nos entregamos a Dios y Él
derramó su amor en nuestro hogar brindándonos una paz que no habíamos conocido antes.
Después de perder un hijo ya no nos importaba perder nada más; le ofrecimos nuestro trabajo,
nuestros bienes materiales, nuestra salud, nuestra familia. En realidad todo era de Él antes de
entregárselo, pero la entrega le dio sentido a todo. En la víspera del día en que se iba a dictar
sentencia a Saúl, tu padre acudió a vernos para suplicarnos que levantáramos los cargos, pero
fue una visita innecesaria porque nosotros ya habíamos decidido hacerlo.
—Director —lo interrumpí fascinado por la explicación de algo que me entristecía, tanto por
lo que debió haber sufrido mi familia como por la forma en que me estaba enterando de
ello—. Al fundar esta escuela ¿usted alguna vez imaginó que mi hermano podría llegar a
estudiar aquí?
—Sí. Siempre tuve la inquietud de volver a verlo para decirle que no había rencor y tenderle
mi mano amiga, una tarde, revisando las tarjetas de inscripción de la semana, vi su nombre en
una de ellas, ün poco atemorizado por el reto que el destino me presentaba, a la mañana
siguiente vigilé la entrada de los alumnos. Cuando él me vio parado en la puerta de la escuela
se turbó a tal grado que dio la impresión de estar a punto de volverse por donde había venido,
pero lo detuve, le brindé mi amistad y mi apoyo, le dije que esta escuela era suya y que nada
me haría más dichoso que poder ayudarlo. Su estancia aquí fue irregular; varias veces nos
encerramos a solas, como lo estamos tú y yo ahora, para analizar cómo vivir plenamente el
momento presente sin ser perseguido por los fantasmas de la culpa. Pero las semillas de la
inseguridad y el autodesprecio habían echado ya raíces profundas en él. Lamento no haber
podido arrancárselas.
Observé fijamente la expresión de cariño sincero que manaba de los ojos del maestro y sentí
nacer en mí una gran admiración por él.
—¿Me dijo usted que el curso para padres comenzaba mañana? —le pregunté.
—Así es. Haz lo posible para que los tuyos asistan.
—¿Puedo venir yo también? ¿De oyente? Por favor...
Tardó más en contestar esa pregunta que cualquiera que le hubiese hecho antes. No era
prudente que un joven estuviera presente cuando se dieran recomendaciones a los adultos
sobre cómo tratarnos, pero el director sabía que la iniciativa de los muchachos cuenta y
mucho para el mejoramiento del ambiente familiar. Además, tal como se había planteado que
debía ser la comunicación entre padres e hijos en la plática del día anterior, no había nada de
malo en que los chicos conocieran los deberes de sus progenitores y viceversa; en la familia
no debía haber secretos ni estrategias unilaterales, no se trataba de una guerra de
manipulaciones sino de un encuentro de amor en el Amor.
Me miró fijamente. Algo similar pasó por su mente antes de contestarme:
—Serás bienvenido en la plática si quieres.
—¿Y es cierto que esa reunión de padres la ha deseado hacer desde hace mucho tiempo?
—Tú mejor que nadie puedes asegurarte de eso.
Fruncí el entrecejo sin entender.
—En marzo de hace cuatro años lo pensé por primera vez —y esbozando una grata sonrisa de
complicidad agregó—: puedes consultarlo en tus copias de mis apuntes.
Casi de inmediato reparé en que había dicho "tus" copias. Me puse de pie y le tendí la mano
conmovido. Tuve deseos de abrazarlo, pero me contuve. El no. Me atrajo hacia sí para darme
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
un fuerte abrazo fraternal. Salí de su oficina sin poder, ni querer, ocultar mis lágrimas.
Mi padre avisó que no iría a comer. Era algo muy usual. Me urgía hablar con él, así que le
telefoneé al hospital y, luego de esperar varios minutos, contestó con voz cansada y malhumo-
rada.
-¿Sí?
—Papá, habla Gerardo.
—¿Pasa algo malo?
—No. Llamo para pedirte permiso para no dormir en casa hoy. Ciña amiga de la escuela me
comentó que Saúl le había hablado por teléfono desde Guanajuato y quiero ir a buscarlo. Si tú
me dejas, por supuesto.
Del otro lado de la línea sólo se escuchó silencio. Lamenté no poder ver la reacción de su
rostro. ¿Habría ansiedad? ¿Gusto? ¿Indiferencia? Hacía tiempo que mi padre no quería hablar
de mi hermano y cuando lo hacía sólo era para despreciarlo e insultarlo. La última vez que
Laura lo mencionó en su presencia, dijo que no quería volver a saber nada de ese hijo ingrato.
Mamá lloró mucho y yo me pregunté si esa reacción de repulsa repentina no sería el reflejo de
un inconfesable sentimiento de culpa.
—¿En qué te irías?
—En autobús, papá. Sé moverme, te lo aseguro. No tienes por qué preocuparte. Alguien debe
ir a buscar a mi hermano... Por favor.
—Él se merece todo lo malo que pueda estar pasándole.
'Y tú te mereces..." Pero me detuve antes de decirlo. Si no comenzaba a poner en práctica lo
recién aprendido, mi familia terminaría en los sedimentos de las cloacas.
—De acuerdo... Pero yo quiero ayudarlo. Y no voy a irme sin permiso, ni aún por algo tan
justo. Dame tu autorización. Dormiré en la casa de un ex-compañero escolar con quien me
dijeron estaba Saúl y mañana a mediodía regresaré... espero que con él.
—Tu hermano no volverá a ser bienvenido.
—Eso es mentira. Tú eres el más preocupado y triste de todos nosotros. Por favor, déjame ir.
Para decirme que "estaba bien, que fuera" se demoró más de un minuto. Tuve que lidiar
mentalmente contra el silencio del aparato para no soltar una mala palabra por su sandez.
Finalmente obtuve el permiso, pero antes de cortar la comunicación le comenté lo de la
conferencia que se daría en la escuela al día siguiente, suplicándole que no dejara de asistir, a
lo que me contestó emitiendo un largo gemido gutural.
Papá se consideraba a sí mismo un hombre letrado y en sus entendederas no cabía la idea de
que otro pudiera darle consejos.
Informé a mamá de lo mismo y, a su vez, le pedí autorización para lo que pretendía. No sólo
obtuve su venia con harta mayor facilidad, sino suficiente dinero como para hospedarme en
un hotel en caso de necesitarlo y un taxi que mandó pedir para que me llevara a la central de
autobuses. Sentí compasión por su secreta pesadumbre y le di un fuerte abrazo antes de salir.
Hacía muchos años que no nos abrazábamos y ella empapó mis mejillas con sus lágrimas.
Ese día experimenté el extraño poder contenido en el contacto físico de un abrazo. Primero el
director y luego mi madre. Había algo en el calor de sus cuerpos que me había hecho sentir un
ser humano digno y bondadoso.
Subí al taxi y dije adiós con la mano, como un niño pequeño que se despide de su madre para
ir al jardín de infantes.
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
10
SOLO CINCO LEYES
En esa época del año las carreteras eran seguras y los autobuses solían correr a grandes
velocidades. El aire se filtraba por el resquicio de la ventanilla de aluminio causando un
silbido tenue pero continuo. Me quité el suéter para colgarlo en el marco y evitar el furtivo
oreo. Abrí la carpeta de epístolas personales del director y busqué algún apunte fechado en
marzo de cuatro años atrás. El único que había. No se trataba precisamente de una carta para
su esposa, aunque estaba dirigida a ella. Era algo así como un escrito para recordar
experiencias personales.
Me imbuí en él con la atención y cautela con que se penetra en los aposentos íntimos de un
verdadero amigo.
Eran las once de la mañana de un miércoles cualquiera. La diáfana claridad del cielo
límpido se vislumbraba en el cénit y el agradable calor de marzo nos envolvía. Respiré
hondo, embargado por la alegría de estar, en pleno día de trabajo, caminando con mi familia
por el parque. Si tantas otras veces abandonaba la oficina para realizar engorrosos trámites
y visitas, ¿por qué no habría de hacerlo para invitar a mi esposa y a mis hijos a deambular
como si no hubiese nada más importante en el mundo?
íbamos abrazados mientras los niños brincoteaban a nuestro alrededor. De pronto el
pequeño Carlos tropezó raspándose las rodillas. Ivette y tú quisieron correr en su auxilio
pero las detuve. Si compadeces al niño cada vez que se hiera, siempre andará buscando la
condolencia de los demás, se volverá llorón y mentiroso. El hecho de que tropiece no es
ningún acierto que amerite ensalzamiento.
—¿Se cayó? Pues que se levante.
El chiquillo, luego de girar la cabeza para ambos lados con gesto de mártir y ver que no
llegaba el consuelo acostumbrado, se incorporó, sacudió su pantalón y siguió jugando.
—Eres un padre muy duro —dijiste mientras me volvías a abrazar.
Como contestación te ceñí por la cintura y te besé cariñosamente. Ivette corrió a proponer un
juego a su hermanito y nosotros nos sentamos a la sombra de un enorme eucalipto.
—Cuando contemplo a los niños tan moldeables y receptivos me pregunto si estamos
poniendo el énfasis adecuado al instruirlos. ¿Queremos que sean doctos en ciencias, artes,
historia? ¿Y con qué fin? Tener cultura es como poseer una colección de pinturas caras: es
algo muy apreciado pero que no sirve para nada...
—¿Hablas en serio?
Asentí.
—Lo que vale en la educación de los niños no son los conocimientos técnicos o históricos
sino la habilidad mental que adquieran, el desarrollo de su capacidad para aprender cuanto
puedan requerir en el futuro, la apertura intelectual conseguida que se traduzca en una vida
plena, sin miedos ni estereotipos.
—¿Quieres decir que tantos años dedicados al estudio son inútiles?
—Helena, es un hecho que sólo una mínima parte de lo que te enseñan en las aulas es
aplicable a tu vida posterior. Lo que vale de la escuela es aprenderá convivir, a solucionar
problemas, a tener confianza en tu potencialidad de estudio y trabajo.
Lo importante no es adquirir una colección de pinturas sino saber que eres capaz de adquirir
lo que necesites cuando lo necesites.
Arrancaste una florecilla silvestre para juguetear con ella y me miraste atenta como
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indicándome que deseabas escuchar más...
—En una ocasión, a la edad de quince años —continué cavilando—, tuve una experiencia
que en el contexto de mi vida adulta me ha sido más útil que muchos años de estudio. Mi
padre me invitó de vacaciones a una ciudad situada a mil doscientos kilómetros de distancia,
pero antes de salir estableció reglas singulares: iríamos y volveríamos de "aventón", sin
gastar un solo centavo; yo sería el guía y él se fingiría mudo todo el camino. Algunas veces,
estando solos, me hacía preguntas para obligarme a pensar en lo que podíamos hacer. Con
su enorme apoyo, pero sobre todo con mi actuación, conseguimos alimentos y transporte
gratuito y después de tres días de recibir formación intensiva llegamos a nuestro destino. Me
sentí tan fuerte y seguro de mí mismo que mi vida no volvió a ser igual.
Acomodada frente a mí me observabas con gran atención. Acaricié tu cabello y te volví a
besar. ¿Sabes? Me fascina la forma en que sueles escucharme.
—Llevamos un año dirigiendo la escuela —continué— y siento que los jóvenes han perdido
la brújula. Todo cuanto les dices lo aceptan sin chistar. No tienen curiosidad por nada. No
leen, no perseveran por adquirir una disciplina mental. Viven livianamente sin preocuparse
por cuestionar lo que se les impone. Eluden las responsabilidades y los problemas. Todo para
ellos es motivo de Juegos obscenos y burlas ofensivas.
—¿A qué crees que se deba?
—Definitivamente no a los sistemas educativos. Los adultos suelen lavarse las manos
argumentando que tal o cual hijo es la oveja negra de la casa o que las malas amistades lo
han echado a perder, pero esas son evasivas ingenuas.
Mi existe la oveja negra ni los amigos son la causa directa de los males. Algún día he de
reunir a los padres para tratar de aleccionarlos en lo que, a mi juicio, tan desesperadamente
necesitan sus hijos.
—¿Y por qué no lo haces ya?
Tu pregunta flotó en el aire unos segundos... ¿Por qué no...?
—/Yo es lo mismo hablar de "éxito" refiriéndose al trabajo o a los negocios que hacerlo
refiriéndose a la familia. El material que he usado durante años con empresarios me parece
parco al tratar de aplicarlo a los padres. Con los jóvenes ha resultado sencillo por lo
receptivos que son, pero los padres es otro asunto. Necesito sintetizar principios claros,
breves, fáciles de entender y de memorizar, para ofrecérselos como camino seguro hacia una
mejor paternidad. Aún no estoy preparado.
—¿Tú crees que se requieran conceptos que puedan memorizarse?
—Sí. Para que una verdad penetre hasta las profundidades del entendimiento y se convierta
en convicción activa, la persona precisa enzarzarse con ella en una contienda intelectual,
repasando, sopesando, profundizando en las oquedades y remontando los altozanos de la
idea, hasta llegar finalmente a memorizarla en la esencia de su mismismo ser.
—¡Entonces es por eso que algunos libros de superación personal basados en la advertencia
de que el lector debe leer y releer los conceptos durante decenas de cientos de días, han
tenido tanto éxito!
—Claro. Son libros que funcionan si sigues la sugerencia de repasarlos continuamente hasta
integrarlos a tu filosofía de vida, pero a la vez son altamente perjudiciales para quien los
toma como un pasatiempo novelesco.
—¿Qué? ¿Cómo puede un libro de superación personal perjudicar a alguien?
—Leído superficialmente te da las ideas para creerte superior y vanagloriarte de no necesitar
consejo alguno; te convences de que ya lo sabes todo y tu intelecto comienza a decrecer
convirtiéndote en un necio sabiondo.
El verdadero hombre de éxito aprende antes de enseñar, observa antes de actuar, escucha
antes de hablar, y obedece las señales que Dios le brinda para entregara los demás lo que a
él le ha sido dado. Yo espero esas señales con ansia, mi amor. Lo anhelo mucho; no te
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imaginas la forma en que estoy pendiente de cada eventualidad. Quiero tener en mis manos
algún día el material adecuado para dárselo a tantos padres de ovejas blancas que, ante la
inminencia de su fracaso tutelar, se han conformado con teñirlas de negro.
Me observaste con tus labios entreabiertos y el rostro ligeramente ladeado. Me incliné hacia
ti para besarte. Perdimos el equilibrio y rodamos en el césped abrazados como solíamos
hacerlo cuando éramos novios.
Un llanto dolorido nos interrumpió. Saltamos alarmados y vimos al pequeño Carlos que se
había vuelto a lastimar con una piedra y esta vez sangraba. Te sujeté por la muñeca y me
miraste de modo suplicante.
—Déjame intentarlo.
Asentí y te acercaste al crío, quien berreando te mostró el antebrazo herido.
—¿Qué te ocurrió, hijo? —le preguntaste con voz neutra.
El niño respondió balbuceando ininteligiblemente.
—Yo te diré lo que pasó. Venías corriendo. No te diste cuenta del bordo y caíste de frente
sobre el filo de esta piedra.
Y al explicarle, lo condujiste como un muñeco repitiendo la escena en cámara lenta; el
pilluelo, interesado en la explicación, comenzó gradualmente a olvidar su berrinche; hiciste
que su mano herida tocara ligeramente la roca sobre la que cayó y finalmente dejó de llorar
para poner atención a la mecánica de la arista incrustándose en la piel.
—Pero sale sangre, mamá.
—no le hagas caso. Imagina que es salsa de tomate.
Y el llanto de Carlitos se tornó en alegres risas. Vino corriendo hacia mí enseñándome su
cortada.
—¡Mira papá, mira! ¡Me está saliendo salsa de tomate!
Te observé con una sonrisa enorme y tú te encogiste de hombros en un gesto de franca
coquetería. No pude evitar echarme a reír.
Mi cielo: hace mucho que no te lo digo y todo este relato no tenía otra intención: después de
tantos años me siento verdaderamente enamorado de ti.
Fue un viaje infructuoso pues aun cuando logré arribar al sitio en el que mi hermano se
refugió los últimos dos días, no pude verlo. Salió a recibirme la madre de mi ex-compañero
escolar con alharaca de franco hastío y luego de ponerme al tanto de que efectivamente Saúl
había estado durmiendo y comiendo ahí, me notificó que finalmente decidió regresar a su
casa. Me despedí cortésmente y no pareciéndome sano dar más molestias, me retiré en busca
de un hotel. Era curioso enterarse que yo salía de mi casa cuando él volvía. Quizá nos
habíamos cruzado en el camino...
Pasé la noche en un cuartucho de paso y al día siguiente emprendí el regreso. Conseguí
autobús a medio día. En el camino leí la carta. Después cerré la carpeta de argollas y miré el
reloj. Iban a dar las tres de la tarde. Estaba ansioso de llegar a la ciudad. A esas horas Saúl
debía estar ya en la casa y, si el drama de recibirlo no se había alargado perniciosamente,
cabía la remota posibilidad de que mis padres hubieran asistido a la conferencia para familias
que daba inicio a las cuatro, como tan encarecidamente se los supliqué.
Hojeé nuevamente los apuntes del maestro cavilando en lo plausible que resulta el hecho de
que cuatro años después de su incipiente inquietud de convocar a los padres, ya hubiera
logrado reunir el material con las características que tan definidamente afanaba. Repasé los
borradores de las traducciones de aquellos textos antiguos y comprendí la frase obedecer las
señales que Dios le brindará para entregar a los demás, lo que a él le ha sido dado.
Yo debía estar en esa plática.
En cuanto el autobús se detuvo en la central bajé como centella a la caza de transporte urbano.
No quise pagar taxi para ahorrarme el dinero sobrante, así que me encaramé en la primera
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camioneta colectiva que pasó. Gracias a mi tacañería llegué media hora más tarde de lo que
hubiera llegado de haber alquilado un carro.
La conferencia seguramente ya habría comenzado.
Pasé corriendo frente a la escuela y crucé los mil metros que la separaban de mi casa en
tiempo récord. Por cuidarme de llevar la carpetas con las notas de Yolza había olvidado
cargar mis llaves, así que toqué el timbre pero nadie me abrió; aporreé la puerta usando tal
energía que los vecinos se asomaron a curiosear. ¡No había nadie en la casa! Sonreí. Tal vez
estaban en la escuela asistiendo a la conferencia. ¿Dónde si no? Crispé los puños emocionado
y me volví sobre mis pasos brincando y cantando, ignorante de que, dadas las sorpresa que me
deparaba el destino, era la última vez que brincaría y cantaría en mucho tiempo.
Entré a la escuela jadeando. La recepcionista me detuvo para preguntar mi nombre. Se lo di y
ella lo cotejó con los que tenía anotados.
Mientras trataba de localizarme en su lista, no pude evitar observar una cartulina con elegante
letra manuscrita pegada en el pizarrón de avisos. El título de la plática me llamó la atención
por alarmista y enigmático. No decía mucho y a la vez lo decía todo.
"MENSAJE URGENTE DE SUPERACIÓN FAMILIAR"
Conferencia para padres
AULA OCHO
—El director sólo dio autorización para permitir la entrada a dos jóvenes... Y sí... Tú eres uno
de ellos.
—¿Quién es el otro?
—una señorita llamada Sahian.
No pude evitar que una sonrisa se dibujara en mi rostro. Ella debió enterarse del evento y
seguramente perseveró, al igual que yo, para que se le permitiera asistir. Fantástico. ¡Necesita-
ba mucho verla! ¡Tenía tantas cosas que contarle! Al subir la escalera las manos me sudaban
copiosamente. Entré al aula sin tocar y nadie volteó la cabeza. Los invitados estaban atentos
escuchando al director, que se paseaba de un lado a otro mientras hablaba. En el sitio había
una enorme mesa rectangular cubierta con un paño verde, alrededor de la cual se hallaban
sentados los oyentes. Tomé asiento en un pupitre alejado de la mesa y busqué con la vista a
mi familia. Nada: no estaban. Mi preciosa amiga ocupaba una butaca del centro; el resto de
los asistentes eran padres de familia. Conté quince damas y diez caballeros, lo que indicaba
que no todos eran matrimonios completos.
Me rasqué la cabeza desconcertado: ¿dónde podrían estar mis familiares? Tal vez salieron
juntos a festejar el regreso del hijo pródigo, aunque mi padre distaba mucho de pensar como
el progenitor que describe Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio. Todo podía haber pasado
en el reencuentro, desde lo mejor hasta lo peor. Por lo pronto no debía preocuparme pues,
fuese lo que fuese, ya había pasado. La edecán se acercó a mí para darme papel y lápiz y el
expositor, sin dejar de hablar, me saludó con un ligero movimiento de cabeza.
—No es el mundo el que está en decadencia —declaraba—. Ni la corrupción, ni la
delincuencia, ni la prostitución, ni la droga se han sembrado en la calle. Todo aquello a lo que
temes tiene su origen en el seno de una familia. Son las familias las que decaen y cuando
pierdan su esencia, el hombre se autodestruirá irremediablemente.
»Toda la creación —explicaba el maestro—, se rige a base de leyes. Nadie puede desafiar a
las leyes. El que lo haga sufrirá las consecuencias de la transgresión. Es muy simple. Si sales
por la ventana de un edificio tratando de caminar por los aires, la ley de gravedad te matará.
Las leyes se cumplen siempre, la sabiduría se mide en función de las leyes que se
comprenden. Para dirigir un hogar es preciso entender y respetar estas cinco leyes.
1 .-Ley de la ejemplaridad.
2.-Ley del amor incondicional.
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3.-Ley de la disciplina.
4.-Ley de la comunicación profunda.
5.-Ley de la fuerza espiritual.
Siempre supuse que los preceptos para alcanzar la felicidad se contarían por centenas, ¡y este
hombre cuya sapiencia era digna de encomio, anunciaba únicamente cinco!
Miré el rotafolios y copié los titulares que se desplegaban apoyándome sobre la carpeta de
argollas que atesoraba las copias de los apuntes personales del expositor. Sus pastas duras
sobre mis piernas podían hacer las veces de pupitre si deseaba evitar incorporarme a una mesa
en la que, a excepción de Sahian, todos eran adultos.
El expositor hizo una pausa al cambiar el texto del rotafolios y me sentí tan repentinamente
interesado por lo que estaba a punto de escuchar, que finalmente decidí acercarme a la mesa.
Al percibir que aproximaba mi silla, los adultos me hicieron espacio sin reparar en mi corta
edad. Sólo Sahian giró la cabeza para mirarme. Su rostro se iluminó con una hermosa sonrisa
mientras el mío se opacaba con un intenso rubor.
Ambos, sin embargo, muy pronto retomamos la atención a lo que se exponía al frente.
Presentíamos que estábamos a punto de escuchar algo verdaderamente importante.
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LEY DE EJEMPLARIDAD
El cartel anunciaba la ley con grafías rojas brillantes:
"LOS HIJOS CARGARÁN EN EL SUBCONSCIENTE MUCHOS AÑOS,
LOS PATRONES DE CONDUCTA QUE OBSERVARON EN SUS PADRES"
Después de un breve silencio, el maestro continuó: —¿Entienden esto? Los actos valen mil
veces más que las palabras. No es conveniente sermonear continuamente a los hijos pues ellos
observan mucho más de lo que escuchan. Denles un ejemplo digno y cabal y las palabras de
corrección saldrán sobrando. De todo lo que les digan a sus hijos, únicamente el diez por
ciento será recordado por ellos; sin embargo, siempre los acompañará el noventa por ciento de
cuanto les vean hacer. Nuestra influencia se da en esa escala: diez por ciento con palabras y
noventa por ciento con actos.
Mientras el maestro daba la vuelta al enorme pliego de papel rotulado, me detuve a
reflexionar en lo que acababa de decir. Yo le hallaba correlación con una desagradable
experiencia vivida mucho tiempo atrás, cuando tenía alrededor de siete años de edad y
sorprendí al catequista que me preparaba para hacer la primera comunión robando las
limosnas de los fieles. A partir de entonces me negué a ir a la iglesia y todo cuanto había
aprendido en varios meses con palabras lo desaprendí ante la contemplación de un ejemplo en
dos segundos; me rebelé contra todo lo que se me había enseñado y algunos días después fui
detenido en un supermercado por hurtar una bolsa de dulces.
—¿Está usted sugiriendo que por culpa de los malos ejem-pos inculcados los hijos nunca
podrán ser mejores que sus padres? —preguntó una señora de peinado alto y maquillaje
indiscreto.
—La ley de la ejemplaridad es muy clara —contestó el expositor—, no dice que es imposible
la superación de los descendientes; dice que las actitudes observadas se grabarán en ellos para
acompañarlos durante años, y esto no deja de ser grave. Es cierto que casi todos los hijos
superan a sus padres porque, de modo consciente, detectan sus errores y se prometen a sí
mismos no cometerlos jamás, pero también es cierto que en el plano subconsciente llevan
latentes los ejemplos recibidos y que éstos dan información "inexplicablemente" a su
temperamento. En el nivel exterior se despliega lo que queremos ser y en el interior lo que
somos realmente, pero los patrones de este último afloran de modo involuntario una y otra
vez. Si son observadores, seguramente se habrán sorprendido a ustedes mismos diciendo o
haciendo cosas que sus padres decían o hacían y han confrontado más de una vez a su
voluntad de no querer hacer algo con su hábito de hacerlo. No hay mucho que podamos
rebatirle a esta ley: Los hijos cargarán en el subconsciente los patrones de conducta que
observaron en sus padres.
La sentencia flotó en un aire cargado de vibraciones reflexivas pero confusas. Si esa primera
ley era cierta, ¿qué utilidad tenía para mí, como hijo, conocerla y qué utilidad para los padres
presentes? Más que una guía de superación familiar parecía una maldición.
El director Yolza tomó aire para puntualizar con tal potencia que me erizó la piel:
—El gran reto de la paternidad, señores, si entienden lo que acabamos de decir, no estriba en
cómo tratar mejor a nuestros hijos sino en cómo darles un mejor ejemplo. Y para esto, la
única fórmula infalible es nuestra superación personal. Sólo siendo mejores como individuos
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engrandeceremos el modelo que les brindemos.
—Señor —dijo un hombre con aspecto de típico padre dominante no muy instruido—. Yo no
bebo, no ando con mujeres, no le pego a mis muchachos ni a mi esposa, soy trabajador y
honrado, así que me considero un buen ejemplo y, aún así, mis hijos han resultado
tremendamente ingratos.
—Perfecto, señor —contestó Yolza sin ocultar su exasperación—: usted se considera buen
ejemplo. Pues déjeme decirle que por el simple hecho de considerarse así demuestra no serlo.
El padre que cree estar haciendo todo bien es el que más profundamente graba en sus hijos el
dañino patrón de la arrogancia, y eso los convertirá "incomprensiblemente" en malos
muchachos. ¡Que nadie cometa el grave error de creerse perfecto porque entonces dejarán de
crecer y mejorar! Y no hay nadie en la Tierra que no pueda ser mejor. Esto es definitivo.
El hombre se quedó callado pero visiblemente indignado. En principio me reí interiormente
de él, pero luego me reprendí a mí mismo por tal acción.
—Yo no me considero perfecto —comentó otro hombre—, pero mis hijos se han rebelado
contra todo lo que les enseño. Por más que lucho no veo que mejoren.
—Enseñar sin esperar resultados es la ley del buen maestro. Si se quiere que los niños
aprendan, no debe pedírseles a cada instante que demuestren lo que saben, ün padre cabal vive
dando ejemplo recto y no exige resultados inmediatos. El ejemplo lo hace todo firmemente,
pero a largo plazo. Su misión no es levantar la cosecha, señor; su misión es sembrar.
Hubo un silencio total. El licenciado Yolza aprovechó para extraer de su vademécum un
paquete de hojas que extendió sobre la mesa para que se hicieran circular.
—Este escrito les ayudará a entender mejor la importancia de superarse ustedes mismos antes
de pretender obligar a sus hijos a que se superen.
Se trataba de un texto de Ignacio Larrañaga. Me gustó y ayudó tanto que, más tarde, no sólo
lo memoricé sino que me motivó a investigar respecto a la obra del autor. Cuál no sería mi
sorpresa al hallarme con un inmenso páramo de sabiduría y paz que al paso de los años se
convertiría en una de mis más firmes y poderosas guías vitales.
¿Quieres ayudar? Ayúdate primero. Sólo los amados aman. Sólo los libres libertan.
Sólo son fuentes de paz quienes están en paz consigo mismo.
Los que sufren, hacen sufrir. Los fracasados necesitan ver fracasar a otros. Los resentidos
siembran violencia. Los que tienen conflictos provocan conflictos a su alrededor.
Los que no se aceptan no pueden aceptar a los demás.
Es tiempo perdido y utopía pura pretender dar a tus semejantes lo que tú no tienes. Debes
empezar por ti mismo. Motivarás a realizarse a tus allegados en la medida en que tú estés
realizado.
Amarás realmente al prójimo en la medida en que aceptes y ames serenamente tu persona y
tu pasado.
"Amarás al prójimo como a ti mismo", pero no perderás de vista que la medida eres "tú
mismo". Para ser útil a otros, el importante eres tú mismo. Sé feliz tú, y tus hermanos se
llenarán de alegría.
Ignacio Larrañaga
Había quedado claro que antes de pretender ser un mejor padre se debía luchar por ser una
mejor persona. Esto conllevaba a reflexiones interesantes: los presentes habían acudido a un
curso de superación familiar cuando seguramente podría serles de más provecho en su
paternidad tomar un curso de superación individual.
Quedaba, sin embargo, un resquicio de duda que impedía dar por terminado el asunto. ¿Qué
ocurría con el mal ejemplo que ya se había dado? ¿El hijo erróneamente aleccionado no tenía
esperanzas de superarlo? La ley era muy severa al respecto y habíamos algunos inconformes
con ello. Finalmente, uno de los padres de más distinguido aspecto se atrevió a intervenir:
—Hay algo que no comprendo aún. ¿De qué manera puede superarse una persona que en la
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Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez
infancia recibió malos ejemplos de sus padres si toda su voluntad razonada no sirve para nada
cuando el subconsciente entra en acción?
—Muy buena pregunta. Precisamente es un punto que merece la pena aclararse
detalladamente.
El licenciado Yolza dio la vuelta al enorme pliego del rotafo-lios y apareció una inscripción
en elegantes letras manuscritas:
Para penetrar hasta la médula del banco de hábitos adquiridos y poder cambiarlos, sólo
hay dos caminos. Ambos arduos y fatigosos, pero definitivamente seguros:
l.-La repetición perseverante.
2.-El aislamiento voluntario.
—El primer punto significa —explicó el director de la escuela— que para que una nueva
conducta se convierta en parte de nosotros y se grabe en el subconsciente se requiere verla,
experimentarla, leerla, oiría, vivirla, un significativo número de veces. Así trabaja la
ejemplaridad del padre. Sus actitudes repetitivas comienzan a formar parte de la personalidad
de los hijos sin que ninguna de las partes involucradas se dé cuenta.
Haciendo una pausa en la explicación, aprovechó para acercarse a la mesa y tomar un poco de
agua. El silencio estaba cargado de cierta glotonería intelectual. Todos queríamos saber más y
más...
—El segundo punto para superar los modelos subconscientes y mejorar de raíz —continuó—
depende de la frecuencia con que se acostumbre reflexionar, o sea penetrar en soledad a la
zona de intimidad absoluta, una zona en la que se incursiona cuando se desea meditar e
inducir sosiego a turbulencias que no son para describir ni compartir. Ni el más íntimo amigo
tiene cabida en esta zona en la que se debaten dudas, temores, propósitos de enmienda,
oraciones y luchas espirituales. Sólo inmersos en ella el alma del hombre crece, pero para
moverse en sus dominios se requiere de un aislamiento voluntario, aislamiento que debe ser
respetado cabalmente por nuestros allegados so pena de afectar gravemente la relación. Para
entender mejor esto imaginen, por ejemplo, a un padre terriblemente enojado. Sin que él
pueda controlarlo, sus modelos subconscientes salen a flote: se altera, grita, agrede y amenaza
lleno de rabia para después retirarse deseoso de estar lejos de, todo ser humano. En ese
confinamiento voluntario comienza su lucha interior. Hizo mal, lo sabe, pero no pudo
dominarse; además, tenía razones para enfadarse, aunque le molesta haber gritado de esa
forma. Esta lucha hacia la paz debe librarse a solas, ¡A SOLAS!, ¡grábense muy bien esto!,
porque con frecuencia los familiares profanan la zona de intimidad de la persona aislada
inmiscuyéndose en su espacio para hablar, buscar arreglo a la desavenencia y, en muchas
ocasiones, hasta para seguir discutiendo. Es típico que al furor anterior se le sume la cólera de
no haberse permitido el recogimiento y un problema sencillo se agrave con frases tales como
"déjame en paz", "desaparécete de mi vista", "me das asco", "no quiero verte" o "lárgate".
Profanar la zona de intimidad de alguien enojado o que simplemente se encuentre en la
contemplación de sus pensamientos, es el peor error que se pueda cometer. La ira de la
persona denigrada por tal acto suele llegar a extremos inusitados tales como romper cosas,
llorar, irse de la casa. La introspección de algunos de nuestros familiares es algo que debe
respetarse pacientemente y con agrado, porque es parte de su proceso de superación.
El director se detuvo para consultar sus notas y terminó diciendo:
—Primero con repeticiones continuas de las verdades del amor y segundo en íntima soledad
es como se consigue cambiar los hábitos y destruir los modelos de conducta que fueron
inculcados por el mal ejemplo de los progenitores, pero ambos procesos requieren disciplina,
lo cual dificulta gravemente el asunto, ustedes deben vencer la dificultad porque esos dos son
los únicos procedimientos garantizados para mejorar como personas y, con ello, corregir los
ejemplos de actitudes que están dando a sus hijos. No olviden jamás que los muchachos
observan todo y lo registran calladamente. Sobre vuestros hombros de padres descansa la
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gravísima responsabilidad de ser observados diariamente por esos seres receptivos, ávidos de
aprender.
Nadie dijo ni objetó nada. Todo estaba muy claro. Era bueno saberlo, pero a la vez daba
miedo. Pensé en los principios de Newton, Boyle, Pascal y de tantos otros científicos cuyas
conclusiones teníamos que memorizar en la escuela. ¿De qué servían las leyes académicas
cuando no se conocían ni remotamente las leyes para vivir mejor?
Se anunció que tendríamos diez minutos de descanso. La gente comenzó a ponerse de pie. Yo
me quedé sentado.
—¿No vas a saludarme?
Al reconocer la voz de mi querida amiga Sahian volteé instantáneamente. Estaba más linda
que nunca. Me levanté de mi silla para estrechar su mano pero ella se acercó desenvuelta
dándome un beso en la mejilla.
—Qué bueno que viniste. ¿Cómo te permitieron entrar?
—Le pedí permiso al director. ¿Y tú cómo le hiciste?
—Igual... No fue fácil.
—Sahian, ¿me acompañas a hablar por teléfono?
Tenía que averiguar si ya había alguno de mis padres en casa e insistirle en que se presentara
en la escuela.
Pero sobre todo tenía que saber si Saúl había vuelto y cómo fue recibido.
—Claro —me contestó mirándome fijamente con sus dulces ojos grises.
No dejé mi carpeta sobre la mesa, como hubiera sido propio, sino que la llevé conmigo debajo
del brazo.
Nos tomamos de la mano y bajamos corriendo las escaleras sin parar de hablar y reír.
Después de marcar escuché sonar hasta que se cortó automáticamente. Era inútil volver a
llamar. En mi casa no había nadie. Me froté la cara espirando un lamento de preocupación. Mi
dulce amiga me miraba extrañada.
—¿Pasa algo malo?
—No lo sé.
Sin volver a pedirle permiso a la secretaria, tomé nuevamente el aparato y disqué el número
de mi tía Lucy. Si se hubiese presentado algún acontecimiento de trascendencia en mi familia
la hermana de mi madre estaría enterada. Eran íntimas confidentes.
Mi tía descolgó el auricular casi de inmediato. Su voz me pareció extremadamente fría y
cortante, como si estuviese intensamente enojada o preocupada.
—¿Tía? Habla Gerardo... ¿Cómo están?
No contestó.
—Tía, ¿me escuchas?
—Sí...
—¿Sabes dónde está mi familia?
Silencio.
—¿Me escuchas, tía?
—¿Aún no lo sabes...?
—¡No! ¿Qué pasa?
Evadió mi pregunta haciéndome otra.
—¿Dónde estás?
Hay ocasiones en que la información que recibes por teléfono es tan confusa que ansias el
adelanto de la ciencia para poder transportarte súbitamente al otro lado de la línea y ver en el
rostro de tu interlocutor lo que te quiere, o no te quiere, decir.
—En la escuela.
—No te muevas de ahí. Voy a encontrarme con tus padres. Les diré que vayan por ti.
Espéralos.
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Y cortó.
¿Qué rayos estaba sucediendo? Me quedé con el auricular en la mano unos segundos
escuchando el tono intermitente.
Luego, con un incontenible temblor en las manos y especialmente en los dedos, marqué el
número del hospital de papá.
—¿Me comunicaría con el doctor Hernández, por favor?
—Hoy no vino a trabajar.
—¿No...? Gracias.
Bajé la cara tratando de recuperar el control de mis pensamientos.
Sahian me miraba sin comprender:
—¿Hay problemas?
—No sé...
En mi mente crepitaban como relámpagos mil posibilidades siniestras. Moví la cabeza
negativamente y repetí:
—No... no los hay...
¿Qué ganaba con preocuparme? En mi casa los conflictos no podían estar peor de lo que ya
habían estado... Así que, ¿por qué mortificarme y echarme, y echarle a ella, a perder la
conferencia?
Nos tomamos de la mano para subir las escaleras. Lo hicimos muy lentamente, sin hablar y
sin reír.
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12
LA LEY DEL AMOR INCONDICIONAL
En el rotafolios se anunciaba con grandes letras el texto de la segunda ley:
"LA ÚNICA ENERGÍA QUE FORTALECE
VERDADERAMENTE AL HOGAR YA CADA UNO DE SUS MIEMBROS ES EL AMOR
SIN CONDICIONES" (Esta fuerza vivificante debe emanar de la entidad conyugal)
Cuando Sahian y yo entramos al recinto, la explicación ya había comenzado. Sin embargo, no
era aún de la ley de lo que se estaba hablando sino de la pequeña sentencia que figuraba bajo
su enunciado.
—Lo esencial en la familia son los cónyuges —declaraba el expositor—. Arranquen de su
mente a como dé lugar la idea simplista de que sus hijos son lo principal. Es mentira, es una
trampa mortal. Aunque parezca contradictorio, los padres que navegan con el estandarte de
"nuestros hijos son lo único y lo primero" están destinados a llevar a su familia al naufragio.
Es el error más grave que suelen cometer incluso los adultos que se creen instruidos en
educación infantil. Desatender a la pareja por atender a los niños es un veneno lento pero
seguro que terminará por intoxicar a todos los miembros de ese hogar. ¡Entiendan esto muy
bien! Ante la disyuntiva de tener que descuidar a su cónyuge o a sus hijos, no lo duden ni un
segundo: ¡descuiden a sus hijos! Si ellos presencian el amor de sus padres no estarán
descuidados, se acurrucarán como pollitos en el calor del nido. Señoras, señores, memoricen
esto: cuando se cultiva el amor incondicional en el matrimonio, a los niños les va bien
aunque no se hagan grandes esfuerzos para educarlos. La unión conyugal es la mejor
educación. Los niños que la ven no tuercen su camino, se hacen juiciosos y sensibles,
convirtiéndose a su vez en fuentes de amor y, más temprano que tarde, fundan con alegría su
propia familia. Por el contrario, los hijos de parejas que están en constante riña se infectan de
desconfianza e inseguridad y frecuentemente se vuelven promotores de deformaciones
sociales tales como el amor libre y los vicios carnales; buscan cariño en el engaño, calor en el
placer y postergan el matrimonio todo cuanto les sea posible.
—Licenciado —interrumpió una mujer que había ¡do sola— , ¿cómo voy a preferir atender a
mi esposo, que es adulto, antes que a mis hijos, que son niños? Eso no es lógico.
—Señora, quítese esa idea de la cabeza o su familia nunca será feliz, usted se unió a su
marido antes de tener hijos y cuando sus hijos se vayan seguirá unida a él. La promesa que
hizo ante el altar incluye el compromiso de defender y amar a su esposo ¡antes que a
cualquier otra persona! El cariño prioritario en esta tierra, para todo adulto sano, es el de su
pareja. Luche por ella antes que por nadie más. Protegerla, respetarla, aceptarla, amarla a
pesar de cualquier defecto que tenga, es una fuerza motriz tan poderosa que salva del abismo
a los hogares más conflictivos.
—Yo vivo separado —confesó un hombre extremadamente joven— porque mi esposa y mi
mamá nunca se entendieron. Tuvieron diferencias tan serias que yo tuve que escoger. Madre
sólo hay una y mujeres hay miles. No me va a decir que hice mal, ¿verdad?
Tadeo Yolzá, antes de responder, miró al sujeto con gesto de sincero pesar.
—Me temo que sí se lo voy a decir... Si usted quiere y defiende a su madre no está haciendo
ninguna proeza. Es lo más normal. Hasta los peores individuos de la sociedad harían eso. El
amor hacia nuestra madre se siente de modo natural y es poderosísimo, es cierto; usted la
querrá a ella le pese a quien le pese; pero un hombre cabal no se limita a sentir lo que su
instinto le dicta, sino que usa el cerebro y enfrenta el reto de aprender a amar a su esposa.
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Porque el amor conyugal no se da de modo innato, como el filial. Para llevar al éxito un
matrimonio hay que esforzarse a brazo partido, hay que estar dispuesto a un verdadero
esfuerzo, a una entrega crucial, a un sacrificio enorme, a luchar contra viento y marea. El
amor conyugal no se da por sí solo. Se aprende con lágrimas, se cultiva entre dudas, se ve
crecer a un precio muy caro. Pero la recompensa es la mayor bendición que un hombre puede
recibir. De modo que si su esposa y su madre se separan, usted deberá permanecer al lado de
su pareja; y si ellas discuten, usted apoyará a su mujer. No es fácil, pero escúcheme muy bien:
solamente cuando logre hacerlo habrá dejado de ser niño.
El hombre se acarició el mentón con aire más de molestia que de meditación. Lo habían
catalogado, límpidamente, de infantil.
—¿Quiere decir que nuestros padres ya no podrán darnos consejos sólo porque nos hemos
casado? —insistió.
—Consejos sí, pero órdenes no. una vez casado usted ya no tiene obligación de obedecerles y
ellos ya no tienen derecho de mandarle, y mucho menos si con eso afectan su vida matrimo-
nial. La sentencia que dice: "El hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su
esposa" se refiere no a dejarlos física ni emocionalmente, sino a independizarse radicalmente
de ellos en actos y decisiones.
—Yo tengo una duda —declaró nuevamente, entre opinando y discrepando, la señora solitaria
con aire de insatisfacción continua—. Mi marido es gruñón, vulgar, necio y se preocupa muy
poco por mí. Ayer en la noche nuestro hijo menor se sentía enfermo, así que consideré mi
deber estar con él aunque mi esposo tuviera que prepararse su cena solo. ¿Estuvo bien?
—Estuvo perfectamente mal. En primer lugar usted está haciendo su pregunta aclarando de
paso lo gruñón y vulgar que es su compañero. Debe evitar hablar mal de él, esté o no
presente. Hágase a la idea de que al denigrarlo se denigra usted misma; de una mujer que se
queja del marido todos piensan en secreto: "pobre tonta, tiene lo que se merece". Si le
desagradan los defectos de él, ayúdelo en privado, pero nunca lo deje mal ante otros. En
segundo lugar, los niños son egoístas y con frecuencia exageran sus dolencias para que se les
preste atención, de modo que, aunque el pequeño comediante hubiese estado diciendo la
verdad respecto a lo mal que se sentía, si su vida no peligraba usted debió atender primero al
papá. A la larga a los chicos les hace mayor bien ver que sus padres se abracen que los
abracen a ellos. El mejor regalo qué podrán darles jamás será la contemplación y
vivencia de su mutuo amor in-con-di-cio-nal.
—ün momento —se defendió la señora con la agresividad de una fiera herida—, aunque diga
que no debo hablar mal de él, ¿cómo voy a quererlo del modo que usted dice si siempre me
trata con indiferencia, si es desatento y cuando le pido cosas ni siquiera me hace caso?
—¿Sabe cuál es la clave para que comience a llevar un buen matrimonio?
Yolza respiraba agitadamente con apariencia de enfado.
—Se la diré —y habló con la vista bien fija y con gesto de absoluta convicción—. Deje de
reclamar como un derecho lo que puede pedir como un favor.18
La señora soltó una sonora carcajada poniéndose de pie teatralmente.
—¿De veras? Dígale eso a mi esposo. A mí me lo enseñaron de chiquita... A él no.
Tadeo Yolza arqueó las cejas asombrado, más por la risa fingida que por la irónica respuesta.
Dejó lentamente sobre el escritorio sus papeles y comenzó a caminar directamente hacia la
mujer.
18 ¿Quién puede hacer que amanezca? Anthony de Mello. Editorial Sal Terrae, p. 207.
—usted puede burlarse del modo que quiera, pero estoy seguro de que su marido tendrá
buenas razones para portarse como lo hace. La mujer altiva y autoritaria es peor que una
serpiente en el hogar. Sólo una señora que no ha aprendido las reglas elementales del
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matrimonio puede decir que su esposo no le concede lo que ella le pide. La compañera
inteligente siempre se sale con la suya usando el único método efectivo: la seducción, el
amor, las caricias... ¿Por qué cree que muchos hombres acaban por serle infieles a sus
mujeres? ¿Porque son unos monstruos lascivos degenerados? No señora, ün hombre muy rara
vez busca "sexo" fuera de la casa; lo que busca es comprensión, cariño, paz. ¿Entiende?
Algo que si usted realmente se lo propone puede darle a raudales.19
Yolza terminó de hablar a sólo unos centímetros de la mujer, quien se había vuelto a sentar
con los ojos muy abiertos. Sonreí al acordarme de mí mismo en una situación similar cuando
se trató el tema de los padres en el salón de clases.
Al tranquilizarse un poco, el maestro se dio la vuelta y regresó a su sitio, desde donde
continuó habiéndole a esa señora:
—Si ha de convencer, dirigir o disponer, no lo haga jamás exigiendo. En la familia debe
cultivarse el amor incondicional, empezando por la pareja, y no hay más que discutir al
respecto.
—¿Qué es exactamente lo que significa eso de sin condiciones"? —preguntó un señor
corpulento y de voz grave.
—Existen tres niveles de afecto. El primero es el más corriente y elemental, se le denomina
"amor si...": te amo SÍ eres bueno, si te portas bien conmigo, si cumples mis exigencias, si
haces lo que me agrada, etc. El segundo nivel, al que más comúnmente se llega, es el llamado
"amor porque...": te amo porque tienes buenos sentimientos, porque te esfuerzas, porque has
obtenido notas aceptables, porque eres honrado, etcétera. Pero ninguna de estas dos formas de
amar es verdadera.
19 1 San Pedro, 3, 1-5.
Ambas están basadas en condiciones, y las condiciones emanan un mensaje muy claro que es:
"debes ganarte mi cariño con actitudes que me satisfagan, no olvides nunca que te querré más
mientras más te parezcas a mí..." Eso no es amor sino un intercambio egoísta en el que
siempre queremos salir ganando. El único y verdadero amor es el del tercer nivel y que debe
practicarse entre los miembros de una familia, es decir: te amo a pesar de tus errores y tus
carencias. No con esto quiero significar que los desatinos sean bienvenidos. Odiamos al mal
aunque amemos a quien cometió ese mal.
—Eso que dice es utópico. ¿Cómo hemos de amar igual al hijo delincuente que al
responsable?
—Perdóneme, señor, pero si usted tiene un muchacho delincuente es precisamente porque
sólo le dio amor condicionado. Y créame, ese "amor" a la larga resulta tan despreciable, que
finalmente a los muchachos no les interesa perderlo y se vuelven ingratos y bribones.
—De acuerdo —convino una señora—, pero ¿no será más perjudicial demostrar a los hijos
siempre afecto, permitiéndoles hacer lo que les venga en gana?
—Nadie dijo "permitir". El amor incondicional precisa ser sobre todo un amor inteligente,
usted debe prohibir las malas actitudes; debe incluso repudiar los errores, enojarse y demos-
trar toda su animadversión contra el mal; pero cuando se enfade por algún hecho reprobable,
no se enfade tanto con su hijo sino con el "hecho". Debe aprender a separar a sus hijos de sus
actos, usted puede fingir muchas cosas, pero ¿daría la espalda realmente, de corazón, a una
persona amada sólo porque cometió un error? Si lo hace no vale nada. Es clásico el ejemplo
del padre que humilla, hiere y le retira la palabra por años a su hija que, seducida por un
vivales, resulta embarazada antes de casarse. No hay actitud más antinatural y absurda. El
padre sufre más o igual que ella. Los yerros de nuestros hijos nos duelen mucho precisamente
porque los queremos mucho. Si no los amáramos no nos sentiríamos tan mal cuando se
equivocan, así que, ¿por qué no decírselo así? ¿Por qué fingirnos agraviados cuando el único
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perjudicado por los errores es el muchacho mismo? Sean sinceros y manifiesten su cariño
abiertamente evitando la sobreprotección. Ustedes no deben vivir por ellos. Hay que aplicar
la inteligencia para demostrarles amor y a la vez dejarlos sufrir por sus malos actos;
jamás consentirlos o evitarles las experiencias amargas porque eso sería aplicar
tontamente el amor que les tenemos. Los muchachos deben saber que desaprobamos sus
faltas, pero que los queremos a pesar de sus tropiezos. Deben estar perfectamente
conscientes de que cada persona segará SOLA la cosecha de sus actos, y tendrá que comerse
los frutos que sembró. El amor entre cónyuges y entre padres e hijos no debe medirse por los
tinos o desatinos. Vamos a ayudar a nuestros allegados, a motivarlos a superarse, a levantarse
después de las caídas; a darles apoyo, abrazarlos y hacerles saber que los queremos como son
y que los pecados que cometan los perjudicarán sólo a ellos. Esto es el amor incondicional.
No hubo quién se atreviera a profanar el silencio de la pausa, ün ligero flujo de emociones
intensas comenzó a esparcirse entre los asistentes. Era fácil adivinar lo hermoso que sería
tener ese tipo de relación en el hogar, pero además de hermoso ¿existía alguna otra razón más
práctica?
El maestro era tan perceptivo que contestó la pregunta antes de que nadie la formulara.
—Y, concretamente, esta forma de vivir eleva la autovaloración de los hijos a niveles
extraordinarios. La autovaloración es la causa directa del éxito o el fracaso de una persona. Es
aquello que sus hijos han llegado a creer que son y que, tarde o temprano, serán. Si con
frecuencia se los llama tontos, ineptos, flojos, feos, chaparros, gordos y demás, ellos darán
forma a su autovaloración con esos elementos, ün triunfador no tiene el físico distinto al que
pueda tener un pordiosero. Eso sí, tiene distinta la mirada, la postura, el paso, el tono de voz...
Cada quien de acuerdo a su autovaloración. Si escuchan a los hijos hacer comentarios
denigrantes respecto a su posición social, sus capacidades físicas o intelectuales, su mala
suerte, etcétera, será una muestra clara de que la información que han recibido de ustedes ha
sido producto de amor condicionado. Ellos han grabado todo lo malos que son y todo por lo
cual no merecen ser amados.
Hizo una pausa para moderar la fuerza de su elocución y en forma menos efervescente
continuó:
—Se ha descubierto en grupos de jóvenes huérfanos que una parte de ellos tienen franca
predisposición a la droga y la delincuencia, mientras otra parte no. Después de minuciosos
estudios se ha llegado a la conclusión de que invariablemente los pillos carecieron de amor y
aceptación en su niñez, mientras que los huérfanos buenos y mentalmente sanos, aunque
igualmente estaban faltos de un hogar, anteriormente habían recibido ciertas dosis de
aceptación y amor incondicional. Por mínimas que éstas hayan sido, fueron suficientes para
darles la autovaloración que los salvó de caer en la perdición.
Nuevamente se había despertado un hálito de reflexión en los presentes. En la medida que el
tiempo transcurría yo mismo me había sentido más atraído por la disertación. Yolza era un
buen orador.
Repentinamente, y sin que pudiera controlarlo, me vino a la mente una gran preocupación por
mi familia. ¿Por qué las circunstancias se habían dado de tal modo que sólo yo, el jamón del
emparedado, me hallaba presente en esa plática? ¿Debería transmitirles a mis padres lo que
estaba aprendiendo? Moví la cabeza negativamente. ¿Cómo iba a decirles que con el ejemplo
de sus actos nos estaban marcando un camino involuntariamente malo y que sus regaños y
consejos no servían para casi nada? ¿Cómo explicarles que nos sentíamos poco amados y a
veces hasta despreciados por ellos cuando hacíamos las cosas mal? ¿Cómo hablarles de la
necesidad de aprender a darnos mutuamente amor sin condiciones? ¿Cómo expresarles que
para que los ingredientes de este nuevo guiso pudieran mezclarse, era indispensable que se
cocieran al calor del horno de su mutuo amor hombre-mujer? No... No iba a ser capaz de
explicárselos... Y aunque pudiera, ellos seguramente no me tomarían en serio.
Miré el reloj: si lograba localizarlos aún era factible que acudieran a la conferencia y
aprovecharan lo que faltaba de ella.
Las edecanes comenzaron a ofrecer café dado que la explicación de la segunda ley había
terminado y el maestro ordenaba su material para la tercera.
Me puse de pie olvidando esta vez de llevar mi carpeta conmigo y caminé hacia el lugar de
Sahian.
—¿Me acompañas otra vez a hablar por teléfono?
—Claro...
Bajamos. Y mientras yo sostenía la bocina, ella marcó.
Era inútil. A mi casa no había llegado nadie. Con poca delicadeza le quité el auricular y
comencé a discar el número del hospital de papá, pero me detuve y colgué.
—Tengo que irme —sentencié.
—¿Vas a regresar?
una intuición negativa sobrecogió mi corazón, así que, mientras hablábamos, comenzamos a
salir de la escuela.
—No lo sé.
—¿Te espero aquP
—No. Mejor vuelve al salón.
—¿Estarás bien?
—Sí, no te preocupes.
El intercambio de palabras anterior lo sostuvimos yo caminando por la acera rumbo a mi casa
y ella siguiéndome. De pronto, dejándola sola y sin despedirme, corrí desesperado, presa de
un incomprensible temor. Había recorrido ese camino miles de veces, pero nunca me pareció
tan largo.
Muchos años después de aquello Sahian me confesó que esa tarde, al verme alejar corriendo
tan preocupado por mi familia, sintió por primera vez que me amaba.
Llegué a mi casa jadeando. Todas las luces estaban apagadas, así que no me detuve a tocar.
Salté la verja, crucé el patio y escalé la cornisa del baño principal; allí había un domo roto por
el que podía entrar como lo hacía en otras ocasiones, cuando me demoraba en mis vagancias,
para burlar a mi padre.
Ya antes de deslizar mi cuerpo por la hendidura del tragaluz pude sentir una fuerte carga de
vibraciones negativas. Caí ágilmente junto a la tina y me pareció percibir cierto olor rancio y
un aire frío. La piel se me erizó y las palmas de las manos me sudaban inmoderadamente.
Encendí la luz del baño y revisé las instalaciones detalladamente. Ahí todo estaba bien. Me
costó trabajo abrir la puerta. Lo hice muy sigilosamente temiendo estar a punto de hallarme
con algo desagradable. No me equivoqué. Apenas puse un pie en la sala casi me fui de
espaldas: había un desorden descomunal. En el estudio los enormes libreros parecían haber
sido arrojados violentamente al piso, los libros estaban tirados por todos lados, había vidrios
rotos. ¡Dios mío! Lo ocurrido ahí no había sido una simple discusión. ¿Acaso una pelea? Tal
vez un robo... Tal vez un encuentro furioso entre mi hermano y mi padre.
Caminé entre los restos de figurillas de porcelana, papeles, discos... Me agaché a recoger un
pedazo de vidrio de la ventana rota y detecté rastros evidentes de sangre.
Sentí que perdía el equilibrio. Me llevé las manos a la cabeza y comencé a llorar. ¿Qué había
pasado? ¡Dios mío!
Tenía que hacer algo, pero ¿qué? Quise levantar un librero en el que solía guardarse la libreta
de teléfonos para buscar la dirección de algún conocido y luego llamarle para preguntarle,
pero no pude: era demasiado pesado. Además, ¿qué conocido? Mi tía Lucy era la única
opción.
Me incorporé de un salto. ¡La escuela! Mi tía me había dicho que no me moviera de ahí. No
podía darme el lujo de no estar si mis padres acudieran allí a buscarme.
Controlé mi aflicción y con la presteza de un ladrón escalé el lavabo y la regadera para salir
por donde había entrado.
El perro de los vecinos aulló y giró sobre sí mismo como desquiciado al verme descolgar por
la cornisa de la casa.
La pesadilla había comenzado.
13
LEY DE LAS NORMAS DE DISCIPLINA
Llegué a la escuela y me paré en la puerta mirando de un lado a otro. Cada automóvil que se
acercaba por la avenida me parecía igual al de mis padres y el corazón me latía con fuerza. Al
poco tiempo el cielo se oscureció e impresionantes descargas eléctricas comenzaron a surcar
el espacio. No me refugié de la lluvia cuando ésta se precipitó sobre mi cabeza. Tomé asiento
en la banqueta y me dejé empapar, escuchando las elucubraciones de mi mente. Cavilaba con
mezcolanza y desorden como deben discurrir los desdichados que han perdido el juicio,
primero abstraído con la desgracia de mi hermano mayor, luego preocupado por el evidente
atraco que había acaecido en mi casa y después enfrascado en las consideraciones sobre cómo
mejorar nuestra situación familiar. Era un letargo similar al sueño de Eutíco que se relata en el
capítulo veinte del libro de los Hechos. No sé cuánto tiempo estuve en esa posición, sólo
recuerdo que comencé a sentir frío y, hecho una sopa, me puse de pie para entrar a la
recepción de la escuela.
La secretaria me proporcionó una toalla y quiso enterarse de la razón de mi llanto. No lo
toleré y le supliqué, con una ansiedad que la dejó sin habla, que en cuanto mis padres llegaran
me mandara llamar: estaría en el tercer piso escuchando la conferencia.
Obviamente, en el tiempo que permanecí afuera se expusieron algunas ¡deas que no me
gustaría dejar al margen del presente relato.
Gracias a que Sahian y yo posteriormente hicimos "algo más" que una amistad entrañable,
ella ha supervisado y corregido lo descrito en estas páginas, amén de relatarme detallada-
mente cuanto ocurrió en mi ausencia, razón por la cual me atrevo a escribir lo expuesto en el
salón con la conciencia de que es fidedigno.
La tercera ley se presentaba en los pliegos de papel bond del rotafolios con las mismas grafías
brillantes que mostraban las anteriores.
"LAS NORMAS DE DISCIPLINA DELIMITAN LA
ÚNICA ÁREA CONFIABLE SOBRE LA QUE PUEDE
EDIFICARSE LA TORRE DEL ÉXITO FAMILIAR
YPERSONAL"
(Los cuatro vértices de esa área son: respeto, unión, prosperidad y autonomía)
—Cuentan que a un circo muy famoso llegaron dos leones para ser amaestrados —relató el
licenciado Yolza—. uno fue confiado a un entrenador que desde el principio estableció
patrones de recompensas y castigos perfectamente claros: le prohibió al animal que le gruñera
ferozmente o lanzara zarpazos, de modo que en cuanto lo hacía recibía un inmediato, aunque
corto, castigo físico. Además le enseñó pacientemente a realizar ciertas rutinas después de las
cuales invariablemente lo recompensaba con comida y agua. Por su parte, el segundo león fue
puesto en manos de un entrenador neurótico. Este hombre en ocasiones le permitía al animal
gruñir y amenazar con las garras sin darle mayor importancia a la agresión y en ocasiones, si
no estaba de humor, lo azotaba ante la menor manifestación de rebeldía. Además, si el felino
hacía las cosas que se le pedían, no recibía una recompensa clara: cuando el entrenador estaba
de buen humor le daba enormes cantidades de alimento, le aplaudía y lo felicitaba
efusivamente, pero cuando estaba de malas simplemente consideraba el acierto del animal
como si hubiera cumplido con su deber y salía de la jaula sin darle la menor gratificación. El
primer león, tratado con un código de reglas justas y constantes, aprendió rápido y no sólo se
convirtió en la estrella del circo sino que adquirió cariño y respeto de su entrenador; en
cambio, el segundo león, educado a la libre reglamentación emocional, acabó asesinando a su
instructor y atacando a cuanta gente se le acercaba para intentar enseñarle, así que tuvo que
ser sacrificado...
Se había encendido un proyector que proyectaba en la pared las fotografías de las fieras
cuando llegaban al circo, cuando eran entrenadas y cuando la primera hacía sus actos con
extraordinario éxito mientras la otra era llevada a la cámara para animales salvajes
indomesticables.
—Esto es exactamente lo que ocurre en un hogar, tanto cuando hay reglas establecidas clara y
públicamente, como cuando no las hay. ¿Cómo se manejan las normas en una casa? ¿Se
permite en unas ocasiones algo que está prohibido en otras? ¿Pueden los padres realizar a
veces actos vedados a los hijos? ¿Fortuitamente, tal o cual hecho bien puede tener la suerte de
ser ignorado o correr el riesgo de ser motivo de regaños y feroces castigos? En la buena
educación la razón debe prevalecer ante la emoción. Ya se dijo que no es suficiente con amar
incondicionalmente a los hijos; éstos deben ser amados inteligentemente. Establezcan ustedes
reglas justas y háganlas valer. Señores: las normas de disciplina son vitales en la familia, pero
no pueden ser secretas ni cambiantes. Se recomienda que se escriban en un papel y se
coloquen en un lugar visible para todos. Determinen clara y públicamente el camino a seguir
¡y nadie se apartará de él! Inténtenlo, por favor. Si lo hacen, no habrán desperdiciado su
tiempo viniendo a esta plática; es una de las principales recomendaciones para superar su
calidad familiar. No pierden nada con probar y en cambio no imaginan todo lo que pueden
ganar.
—Oiga... ¿Y los hijos deben cooperar para la creación de las reglas? —preguntó la mujer
solitaria.
—No necesariamente. Es importante, sí, que ellos no acaten las normas por la fuerza sino que
las entiendan y acepten de buena gana, incluso que las comenten, enriquezcan y critiquen;
pero los únicos que poseen el derecho y la responsabilidad de dictarlas son los padres, como
también serán los únicos con el poder de actualizarlas cuando vayan tornándose obsoletas, o
ampliarlas, reducirlas y hasta hacerlas flexibles si alguna circunstancia específica lo
requiriera.
—¿Pero no dicen que las leyes se hacen para ser violadas? ¿No será que los hijos las
respetarán sólo mientras estemos observándolos?
—Eso dependerá de la forma cómo se las maneje. Las reglas oscuras e inexplicables se
desobedecen siempre. Sólo las prohibiciones que los hijos se hagan a sí mismos con base
en lo que están convencidos serán eficaces. Así que antes de darles órdenes, convénzanlos.
No pretendan que sus hijos acaten las prohibiciones de ustedes sino las de ellos.
—Estoy de acuerdo en que haya reglas, licenciado, pero debe existir una guía para no caer en
extremos represivos.
—Muy buena observación, señor. Existe una guía infalible para establecer bien los preceptos.
Simplemente la disciplina debe cumplir cuatro objetivos: no importa lo que esté prohibido o
permitido si se logra la consecución de esas cuatro metas.
El maestro hizo una pausa mientras revolvía su material en busca de la siguiente lámina a
proyectar.
Yo entré precisamente en ese momento al aula. Algunos padres me recriminaron francamente
con la mirada por mi interrupción, pero Yolza no.
Tomé asiento desganado en mi antigua silla, aún tiritando por la reciente ducha pluvial.
Sahian me miró con asombro y tuvo intenciones de acercárseme para... ¿ayudarme?, ¿secar-
me?, ¿preguntarme? ¿Para qué...? Pero se quedó sentada en su lugar sin apartar la vista de mí
aun cuando el maestro había comenzado a hablar.
La carpeta de argollas estaba intacta en el mismo sitio. La abrí y la volví a cerrar.
No me costó mucho comprender que había llegado en un momento neurálgico de la
exposición. Me agradaban las cosas simples y acertadas, de modo que si establecer reglas en
un hogar dependía de cumplir cuatro sencillos requisitos, me interesaba conocerlos.
No era el único atraído por esa idea. Los asistentes se olvidaron casi inmediatamente de mi
inesperado arribo y Sahian terminó por volver la cabeza hacia el frente.
El director colocó la ilustración sobre la placa iluminada y apareció en la pared un rectángulo
con una palabra en cada vértice:
RESPETO UNIÓN
PROSPERIDAD AUTONOMÍA
—Analicemos el primer requisito: RESPETO. ¿Cómo definirían ustedes el respeto en un
hogar?
Ciña señora entusiasmada con el tema levantó la mano para opinar:
—Es no ser grosero, o sea: ser educado.
Ante la dificultad que se presenta cuando se quieren definir los conceptos más simples, no
hubo ningún otro voluntario.
—El respeto es una línea imaginaria —explicó el licenciado— trazada de mutuo acuerdo
entre dos personas, ün límite que nunca se deberá propasar. Es cierto que en algunos
consanguíneos su línea de respeto les permite hablarse a gritos, diciéndose malas palabras, sin
que ninguno se ofenda; pero a cambio existen otros casos en los que un simple alzar la voz,
mostrarse burlón o decir una grosería puede significar una falta de respeto. Entre gente que
vive bajo el mismo techo, aunque no sean familiares, la línea del respeto es algo que debe
estar claramente delimitado por las reglas.
—¿Y cómo se hace eso?
—Las normas que se dicten deben incluir algunos conceptos, tales como la prohibición
absoluta de burlarse de los errores de los demás y de mencionar las frases tan comunes:
"cállate", "no seas tonto", "te creí más listo", "estás loco", "estás idiota", "te faltan sesos", "¿tu
cerebro no alcanza para más?"
Las prohibiciones referidas me parecieron tan usuales que no pude evitar sonreír. Si se
pusieran en práctica en mi casa, ¿de qué hablaríamos entonces?
—El segundo objetivo que deben cumplir las normas disciplinarias es la UNIÓN —continuó
el expositor después de una breve pausa en la que no hubo comentarios—. La unión es lo que
hace fuerte a las familias. Estar unidos es compartir juntos tanto los momentos importantes
como los nimios. Hay hogares cuya unión es tan precaria que cada quien llega y se va a la
hora que quiere sin avisar, come lo que hay en el refrigerador o el guiso que alguien, no
importa quién, hizo el favor de dejar sobre la estufa; los hijos rarísima vez salen con los
padres y éstos son tan indiferentes que ni protestan por la indiferencia de aquéllos. No hay
nada más absurdo que una familia desunida. Si no es como un equipo, si no hay mutuo interés
por los demás miembros y ayuda espontánea, si no se solucionan juntos los problemas
individuales, la familia no tiene sentido de existir.
—Antes los hogares eran más unidos, licenciado —interrumpió un señor—. ¿Por qué es tan
común ahora la disgregación?
—Porque hemos confundido los valores. Todos poseemos algo precioso e insustituible que,
una vez que se da, no se repone jamás: NUESTRO TIEMPO. Es el mayor tesoro con que
contamos y solemos regalárselo a raudales al trabajo, a las amistades y a satisfacciones como
comer, dormir y divertirnos, pero en cambio lo escatimamos terriblemente cuando se trata de
brindárselo a nuestra familia, ¡siendo ésta la prioridad principal de todo hombre de bien!
¡Debemos dedicar más tiempo "de calidad" a nuestros hijos y cónyuge! Es una advertencia
grave. No la tomen a la ligera.
—¿Nos podría dar algún ejemplo de reglas que persigan la unión?
—Dénmelas ustedes.


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1 comentario:

  1. Leì la primera parte y la ùltima, no todo el fragmento. Pero creo que en los circos no deben existir animales salvajes, por ello no me gustò que pusieran la historia de los dos leones. Esos grandes felinos, no tienen por què obedecer òrdenes de seres humanos estùpidos que los encarcelan y los privan de su inalienable libertad.

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